¿Es usted de izquierda? Gustavo Bueno se la cuenta

 Por Ana Carloguici

¿Luce usted una barba hirsuta? ¿Posa usted con una larga cabellera o brazos tatuados? ¿Es usted una chica de melena rosada y atuendos en verde tonalidad? ¿Cree usted que ascenderá a los Cielos por eso? ¿Cree usted que es poetisa que la onda es más importante que el conocimiento? ¿Cree usted en la revolución permanente, o bien en los raros peinados nuevos? ¿Puede demostrar con un termómetro que usted no es un tibio? ¿Puede usted que es un tipo bárbaro dejar de balbucear por dos momentos? ¿Cree usted que basta con esos berrinches de tarado con los que gesticula alegremente y con el empeño que pone en denunciar en la seccional amiga al que no viste como usted? En fin, aquí le daremos una versión posible acerca de quién es usted, amigue, en cuanto bípede implume politizade y con DNI. Gustavo Bueno le explicará qué es la izquierda y usted juzgará por sí mismo cuán siniestro es, y qué camiseta defiende. Hacemos un repaso displicentemente exhaustivo de El Mito de la Izquierda y El Mito de la Derecha, best sellers de nuestro filósofo español publicados en 2003 y 2008.

Bueno es platonista, espinociano, hegeliano, marxista; pero sobre todo un espíritu escolástico: tomista secular y más que nada aristotélico. Respira por el sistema y, principalmente, el furor clasificatorio lo puede y lo conduce de la mano. He ahí sus bondades y sus cadenas. Los productos que despacha son de difícil digestión. Ha creado en España una escuela rigurosa y furiosa, pródiga en escuderos temibles, tajantes y chillones, a los que oímos departir at home por YouTube, una plataforma que por descuido de cervecero anglosajón podrá terminar sirviendo al despertar del letargo de aquella máxima de Nebrija, a esta altura del partido más eficaz dada vuelta: el imperio es compañero de la lengua. Gustavo Bueno es un filósofo imperialista. Es un católico ateo, un hispanista materialista, un hegeliano anti-idealista, alguno dirá con relativa y maledicente precisión que un marxista de derecha, alguien en todo caso que defiende la tesis que dice que el “motor de la historia” es la dialéctica pero no de las clases sino de los Estados, o que la Historia Universal es la historia de los Imperios (si existe una Historia Universal se debe a que hay y hubo imperios, sean “depredadores” como el persa de Darío el inglés el holandés o el que insinuó el Tercer Reich, sean “generadores” como el de Alejandro el romano o el español). Bueno nos recuerda de buen gusto que el marxismo subordina la Nación política a la lucha de clases y consideraba al proletariado como internacional por vocación, por lo que este no era propiamente de derechas ni de izquierdas, aun cuando existe otra versión estándar de marxismo que sí remite la oposición izquierda-derecha a la lucha de clases de manera intrínseca, para la cual la izquierda sería el partido de los oprimidos y explotados de todos los tiempos: esclavos, siervos de la gleba, y no sólo de los proletarios. Esto comporta un concepto sociológico antes que político para Bueno, quien propone una vuelta del revés de la posición marxista, una suerte de retorno a Hegel sin idealismo ni imperialismo germánicos. Gustavo Bueno dedicará el primero de estos libros a explicar minuciosamente por qué la izquierda no existe pero se dice de muchas maneras. Algunas de esas maneras son precisas y concretas, otras escenifican el disparate y la vaguedad histriónica o estólida.

¿A qué ecúmene se dirige usted cuando le habla a la izquierda?

La Izquierda”, así como unidad de aspecto transparente, arranca diciendo nuestro autor, es una prosopopeya o seudo-concepto sustancialista-unívoco, una unidad ficticia que compone una estrategia ideológica, y por ende un mito oscurantista y confusionario. Claro que todo mito contiene un logos, no es simplemente una falsedad, una mentira o sinrazón; es una representación, un relato que reelabora las evidencias inmediatas (de manera que con respecto a las mismas tiene un carácter crítico). Para Bueno hay mitos “esclarecedores”, como el de la caverna platónica, y los hay “oscurantistas”, como la mayor parte de los debidos al Antiguo Testamento (Adán forjado del barro o el de la Torre de Babel); por lo demás dice que la ideología tampoco es un mero cuenco de falsedades sino un sistema de ideas que representan los intereses de un grupo social en pugna (dice que toda filosofía es una ideología pero no toda ideología una filosofía ni un mito –puede ser una doctrina–). Bueno putea al fin contra las apelaciones místicas, a lo Kempis dice, de los militantes que aducen la preeminencia de sentir la izquierda antes que poder definirla, y se la pasan de juerga o de velorio en una suerte de praxis irracional y sentimental. No basta con definirse: ¡hay que definir! Empieza acá, por tanto, el largo proceso de descarte que opera el autor antes de llegar al hueso. Veámoslo rápidamente.

La izquierda, empieza, no puede circunscribirse a la idea de República propia de la izquierda revolucionaria francesa del siglo XVIII, ya que por ejemplo en el siguiente siglo la derecha se hizo republicana; tampoco a la de Democracia, ya que con ella pasó algo similar después de la Segunda Guerra Mundial (todas las sociedades occidentales son ahora democráticas y las antiguas derechas también). Tampoco aplican para colgar de ellas a la izquierda las ideas, demasiado indeterminadas, de libertad (tesis refrendada por caso por Philippe Petit), de igualdad (tesis defendida por Bobbio), o de fraternidad (tesis de Paul Le Blanc): Bueno rechaza el criterio de quienes sostienen a la izquierda como un libertarismo opuesto al autoritarismo, ya que hay izquierdas autoritarias y totalitarias (si la izquierda se definiera por el pluralismo antiautoritario el PC no formaría la izquierda ni de cerca), e imputa que la fraternidad como base es una idea metapolítica más propia de una ONG o una Iglesia (el humanitarismo de la solidaridad, que habla de otro o de hermanos, propio de la izquierda anarquista o libertaria, tiene un sesgo demasiado religioso); esta última inclusive fue una idea usufructuada hasta por los nazis, que no perdieron de vista un cierto esquema de fraternidad dentro del segmento ario. Bueno carga contra las ideas de una izquierda esencial, lo mismo que contra las tendencias que ajustan la izquierda a rasgos religiosos culturales o filosóficos, y hace pasar por su filtro tabular (un cuadro estricto que omitiremos solicitando que el lector implacable se dirija al libro en sí mismo) a una larga compañía de acreditados cerebros que lanzaron al mundo teorías polícromas sobre el asunto. Como ser Jacques Maritain, que hacía reposar la dualidad izquierda-derecha en el temperamento individual (para él había hombres de derecha que hacían política de izquierdas, Lenin sería ese monstruo ambidiestro); o Thomas Molnar, para quien los parroquianos de derecha sostendrían una intuición del ser y los de izquierda, carentes de esa intuición, se determinarían por la negación del ser (algo quizá aplicable a Sartre y no mucho más); o un tal F. Römer, que con alegación de psicología evolutiva identificaba radicalismo con infancia, liberalismo con juventud, conservadurismo con madurez y absolutismo con ancianidad. También caen en la volteada númenes todavía en boga como ser Gianni Vattimo, para el cual la izquierda se caracteriza por la no violencia y el consenso dialógico; o Richard Rorty, para quien la izquierda no sería ni antiburguesa ni anticapitalista ni antifascista sino nacional patriótica laica y democrática, y cuya gesta se orquestaría a fuer de un reformismo crítico de la actitud depredadora o belicista de la derecha de su propio país (los republicanos), con el propósito de corregir los pequeños desajustes ocurridos dentro del mejor de los mundos posibles, el vigente (se diría que es más panglosiana que pananglosajona): una izquierda deudora de Dewey y Whitman basada en impugnar el criterio de la Gracia de Dios como amparo del imperialismo norteamericano; o bien Jürgen Habermas, quien defiende una izquierda no comunista ni socialdemócrata, sino más bien reformista radical, un patriotismo constitucional con identidad postnacional y con auto-infligido “rechazo visceral al poder”, que termina convergiendo con los católicos postconciliares, y se contenta provisoriamente con un Estado europeo supranacional. Dejamos para el final, como plato fuerte, a gente muy querida en nuestro barrio como Foucault Guattari y Deleuze, quienes vendrían a oficiar según el buenismo como los opositores antropológicos de la ancestral versión teológico-cósmica de la cosa, característica de la derecha clásica. Así como para los atávicos la dupla izquierda-derecha operaría como la actualización moderna del Bien y del Mal, Dios o Satán, o Cristo y Anticristo (la conjuración judeomasónica verbigracia), para el mentado platonismo invertido el mal ya no vendría del más allá sino del propio proceso de la existencia del hombre como animal político: el mal sería sin más “el poder”, una fuerza que actúa no sólo a través de las categorías políticas sino del arte, la moral, las instituciones clínicas o económicas y del lenguaje mismo. Un poder o mal que todo lo envuelve disimulado o custodiado por la derecha, por lo que a la izquierda sólo le quedaría a duras penas el consuelo de replegarse en la denuncia y el conocimiento. Así lo dice Bueno. La idea de izquierda sale de la revolución francesa de 1789 efectivamente, pero no puede delimitarse tomando como punto de arranque ni a la república ni a la democracia ni al terceto libertad-igualdad-fraternidad así como así.

Vamos entonces al grano, al núcleo duro de lo que nos arroja este definidor serial, pertinaz, riojano de la Iberia y asturiano por adopción. La tesis buenista dice que el parámetro veraz, de anclaje histórico y dimensión propiamente política, sobre el que se yergue la dualidad izquierda-derecha es el del Estado: es la dialéctica de los Estados y no la de las clases la que rige en esto, aun cuando con un criterio marxista se pueda considerar a ese par y a esa dialéctica dentro del rango de lo “superestructural” (teniendo por basal lo concerniente a capitalismo-comunismo o burguesía-proletariado). El esquema marxista no tiene consistencia histórica, podrá decir Bueno, sino en todo caso “sociológica”; a su criterio la lucha de clases, de dimensión sociológica, alcanza su significado histórico en la dialéctica de los Estados (imperialistas, en particular): por más que se acepte que la oposición izquierda-derecha sea superestructural, el baremo es el Estado, y través de él toma contacto con las clases sociales. Entonces comienza Bueno a explicar por qué entiende que esto es así. Anoten.

La izquierda es imperialista o degenerada

Primero debe constar que la racionalidad y la universalidad son los auténticos fundamentos de la idea de izquierda: ni principios no racionales de aspiraciones universales ni racionales sin pretensiones universales. Es que la idea de izquierda es un resultado de la Ilustración y de la razón efectiva de las ciencias modernas, cosa bastante sabida. Pero Bueno se dispone a precisar procedencias y límites de esas categorías, para arrancar a la racionalidad del relato ideológico de la Ilustración, y a la universalidad de toda alegación metafísica y no histórica. Bueno empero distingue una de otras con gesto enjundioso; la Ilustración –que suponía vaga y tendenciosamente a la Iglesia y a España como irracionales y supersticiosas– es una ideología que hizo de la llamada “Razón” un mito alegórico bastante ridículo, una mujer con gorro frigio puesta allí como oposición a las tinieblas la superstición y la caverna propias del Trono y del Altar. Un adorno volteriano. Lo relevante en cambio es que “la racionalización política” hecha por los revolucionarios franceses “estuvo en estrecho contacto” menos con esas chucherías de los philosophes que con “los procedimientos de los creadores de las ciencias modernas” (Newton Laplace Lavoisier y demás corifeos), aplicados a la materialidad política. Bueno, desplegando jerga categorial de propia factura, define al proceso como una “racionalización por holización de la vida política y social del género humano”, holización de la sociedad política heredada, el Antiguo Régimen, como “proceso totalmente paralelo al concepto de holización que condujo a la Mecánica, a la Teoría cinética de los gases, a la Química, a la Biología celular”: una racionalización que opera una descomposición atómica (hasta el tope del individuo, que es la traducción boeciana del átomo griego) de una sociedad previamente trazada como anatómica (las partes anatómicas eran el Trono y el Altar, el clero y la aristocracia, los estamentos), tomando Bueno en cuenta con Aristóteles (Política 1253ª) que el todo –holon– es anterior a la parte, el Estado al individuo; en fin, una “trituración” o “lisado” de las partes anatómicas del Antiguo Régimen que se detiene en el átomo racional del individuo, átomos libres e iguales como eran los que postulaba la teoría cinética de los gases. Sobre este principio la Nación política fabricó sus átomos racionales al atribuirles derechos transformando a los hombres en ciudadanos (“como libres e iguales en su género eran las moléculas en las que se hacía consistir el gas contenido en un «volumen molecular»”). Porque tal racionalización exigió la creación de esa categoría política (la de “Nación política”), que de acuerdo al enfoque del autor es una construcción montada a partir de un Estado previamente establecido –el Estado francés del Antiguo Régimen– y no a partir de la Humanidad. “La Nación política fue el resultado de una «racionalización revolucionaria» operada por la izquierda jacobina, que transformó el reino del Antiguo Régimen en una Nación republicana.” O sea que no fue la Nación la que dio lugar al Estado sino el Estado antiguo el que se transformó en Nación política; de manera que la Declaración de los Derechos del Hombre se explica por la dialéctica de los Estados, por “el cerco que a la Francia revolucionaria pusieron las potencias exteriores”. El Estado es la materia constitutiva de las sociedades políticas históricas, el campo de racionalización política (que la holización revolucionaria transforma pero no destruye) y lo que da al universalismo el referente político real. Por lo tanto, respecto del estatuto de la universalidad, Bueno apunta que el género humano, o especie humana, no es una entidad dada previamente a sus variedades (“es lo que es hoy evidente, según los datos de la Antropología”), por lo que el enunciado “todos los hombres nacen iguales” es pura metafísica, ya que los mentados “hombres” no nacen en el seno de la Humanidad sino de sociedades históricas bien definidas; o dicho de otro modo: el género humano no es está dado antes de la historia sino después o en su curso, y por consiguiente es imposible pasar de él a una sociedad dada. La idea de “Género Humano”, entonces, surge de una coyuntura política, y no es una entidad originaria que haga de principio de la historia: es una construcción llevada a cabo desde alguna parte de esa totalidad, una parte capaz de enfrentarse a todas las demás llamada Imperio. Así desenmascara como ideología a la vieja idea de Rousseau de un estado natural, originario y sustantivado, y agrega que la Nación política, “entidad nueva y revolucionaria”, no quiso recuperar esa entelequia original o improbable identidad pretérita –cosa que sí ensayan varias nacionalidades actuales–, ni fue tampoco una creación del “pueblo francés”, ni de la “sociedad civil” francesa, la burguesía ascendente, sino la invención de los filósofos (y no tanto de los universitarios como de los mundanos que actuaban como físicos, matemáticos, carpinteros albañiles o masones). La Nación francesa como política procede del Estado del Antiguo Régimen históricamente constituido, metamorfoseado ahora en primera República democrática de la historia en un proceso análogo al de la constitución de la Iglesia católica como Cuerpo de Cristo (“No hay judíos, ni gentiles, ni griegos, ni bárbaros, todos formamos parte del Cuerpo de Cristo”). Contra lo que aducía la Ilustración, la racionalidad práctica y política que despliegan de acá en más las izquierdas se enfrenta no al mare tenebrosum del oscurantismo irracional sino a otra racionalidad, de tipo anatómico (la razón también se dice de muchas maneras). El Antiguo Régimen, que se remontaría a los primeros estados de la antigüedad, obraba una forma de racionalidad propia del cristianismo (católico), heredero de la filosofía griega y del derecho romano. El catolicismo para Bueno insumiría un organigrama racionalista y universalista, expansivo o imperialista (o sea que trata de influir en todos los hombres del mundo). Detrás de la apelación universalista de la primera forma de izquierda había un imperio en ciernes que buscaba bajar a los que estaban en vigencia: en 1789 Francia era ese reino preimperial (frustrado por sus vecinos desde la época de Carlomagno), España e Inglaterra los imperiales. De ahí resultó “una revolución calculada” para tener influencia en todos los demás estados, de manera que la Declaración de los Derechos del Hombre no fue otra cosa que el trampolín prefabricado del imperialismo napoleónico. Mientras la escolástica española estaba implantada en un Imperio universal, las doctrinas de los filósofos independientes se suponían emanadas de la razón humana, de la humanidad, y la autoridad de la Declaración no podía ya ser Dios, sino el Hombre y la Razón, una fábula no menos metafísica ni menos cristiana (Jesús ya era Dios hecho Hombre). Pero la revolución francesa fue parcialmente conservadora, no salió de la cabeza de Ubú o de Alfred Jarry; es decir que no demolieron todo sino que volvieron del revés la “capa conjuntiva” (los poderes ejecutivo legislativo y judicial), y dejaron demasiados escombros: casi intactas las capas basal y cortical del Estado (fue ergo una revolución más bien de superficie ideológica acompañada por transformaciones tecnológicas, indumentarias, laborales y demás). Tan así que se puede constatar todavía a fecha de hoy que los ciudadanos son tan maquinales como los súbditos del Antiguo Régimen y viven en mitologías tan metafísicas como las de aquellos viejos y buenos tiempos: los que se la pasan viendo T&C Sport o ESPN, declara Bueno, son tan estúpidos o racionales como los que se enrolaban en las Cruzadas. He allí pintada a la izquierda originaria en su contexto de aparición y en sus rasgos propios. De allí saldrán a modular las otras, visto que Bueno acepta que hay o más bien hubo otras tantas, o que el ser de izquierda se dice de muchas maneras, y entre ellas las hay “definidas” e “indefinidas”.

Las seis pandillas de la izquierda política existente como zombi

Las izquierdas en sentido propio son las definidas para Bueno (las indefinidas lo son por analogía o atribución). Bueno encuentra seis “géneros” de izquierda definida (géneros no linneanos ni porfirianos sino plotinianos, lo que significa que proceden de un mismo tronco más allá de compartir o no características en común o parecerse en poco o mucho). La primera generación es la aludida: la izquierda radical revolucionaria, que se define en cuanto tal, como lo harán las restantes generaciones en el esquema buenista, por mor del Estado. En ella la izquierda “prístina” son los jacobinos (y no los girondinos, que no querían llevar la racionalización hasta los individuos sino mantener como unidades los departamentos); pero esta lechigada inaugural se bifurca pronto, ante la necesidad de ordenar los movimientos de esas moléculas caóticas, en bonapartistas y radicales o republicanos. El bonapartismo no fue para Bueno una inflexión contrarrevolucionaria, sino más bien la forma que adoptó la revolución ante los embates exteriores para multiplicarse en el exterior, un reforzamiento del Estado nacional centralista para defenderse de los ataques de otros reinos y para conformarlos como estados nacionales. La izquierda radical o republicana (que ya no admite ni Trono ni Altar a diferencia del bonapartismo) por el contrario encarnaría la profundización hacia adentro a la República en el antimonarquismo y el laicismo anticlerical. La primera izquierda entonces convierte a la monarquía absoluta centralista y estamental, primero en un modelo monárquico-constitucional, después en un modelo de república unitaria-centralista, y finalmente en un “imperio generador” (o sea que reproduce en las sociedades políticas que conquista instituciones y demás formas de la metrópoli). La izquierda prima es el género generador de todas los demás, matriz ontológico-gnoseológica de todos los procesos revolucionarios siguientes, que funda el primer gran proyecto político “holizador” de las izquierdas desde la Nación política (su sujeto es el tercer estado, las clases populares no parasitarias, productoras de riqueza, con la burguesía como cabecilla).

En el caso de España no hubo estrictamente izquierda bonapartista ni radical republicana, pero los afrancesados fueron una izquierda definida aun siendo colaboracionistas y traidores (Bueno refiere que había patriotas defensores del Antiguo Régimen y patriotas en contra y no por mero mimetismo con el jacobinismo o el girondismo). La izquierda genuina en la España del siglo XIX fueron los liberales (que por cierto no derrocaban al Trono ni al Altar pero ponían la soberanía en la Nación). He allí la izquierda de segunda generación: la izquierda liberal. El Estado como Nación política se construye en España con las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812, por lo que no puede hablarse propiamente de izquierda y derecha en España antes del siglo XIX. La primera generación de izquierda española se encontraría en la izquierda napoleónica –los afrancesados–, la segunda en los liberales “doceañistas”, la tercera –ligada a la I Internacional– entre los que defendían “la libre determinación de los pueblos”, y las siguientes generaciones se organizarán en torno a la Segunda República. La izquierda liberal en definitiva transforma el Imperio Español en Nación política española, se opone al Antiguo Régimen como al bonapartismo, patrocina una Nación política monárquico-constitucional (reconoce la autoridad del Altar y quita al Trono del gobierno), e inspira a los movimientos insurreccionales iberoamericanos de Bolívar San Martín y colegas (“La nación española es la reunión de los españoles de ambos hemisferios”, rezaba la Constitución de Cádiz). Las dos primeras generaciones se oponen al Antiguo Régimen sustituyendo el Estado absolutista por la Nación política de ciudadanos libres e iguales en derechos y deberes, cambian súbditos por ciudadanos. Una versión republicana unitaria-centralista jacobina y otra monárquico-constitucional descentralizada, la liberal. Proponen naciones políticas dentro del orden socioeconómico burgués-capitalista, al que recién se van a oponer las siguientes generaciones desde la tercera.

La tercera generación es la izquierda libertaria. El anarquismo puntualmente, que al plantear la destrucción del Estado sigue manteniéndolo como parámetro para definirse, pese a que los anarquistas se han considerado a sí mismos más bien como apolíticos, esto es como una corriente de lo que llamará izquierda indefinida. Pero es evidente que el anarquismo en general no mantiene una posición pirrónica o indiferente sino en concreto negadora del Estado, no sólo el del Antiguo Régimen sino también negadora del republicano, del liberal, del socialdemócrata, del comunista y del asiático, de todos los habidos y por haber, por lo que “representa una ruptura con los cursos de la Revolución francesa”, así como las siguientes generaciones lo reanudan, ya que plantean una revolución desde la plataforma estatal. (Para Bakunin, verbigracia, la revolución francesa era la aberración de la única línea correcta, en cambio para Marx era una revolución burguesa necesaria. Así Bakunin se oponía a que los trabajadores fueran a la guerra y Marx promovía que apoyasen a Prusia.) Bueno distingue tres grandes grupos de la tercera generación (el comunalista –suerte de neoepicúreos en general–, el cantonista o municipal –ejemplo en Proudhon–, y el anarcosindicalismo), asegura que el individuo en el que hace pie el anarquismo más extendido es de tipo societal o comunitario (es decir no el solipsista stirneriano), y se encarga de demostrar que la imputación de nihilismo emprendida por los enemigos de los ácratas es más errónea que vaga (las figuras del nihilismo metafísico que Bueno invoca son Gorgias Francisco Sánchez Hume y Fichte). Bueno también revisa la asimilación del anarquismo en el socialismo desde Jaurés, así como las derivas “eclesiásticas” hacia las ONG y las sectas antisistema, contraculturales, hippies, ecologistas o a la Foucault. Dice de paso que San Agustín fue probablemente el primer anarquista y que Godwin fue la adaptación secular del anarquismo eclesiástico de la Ciudad de Dios. De acá para adelante vienen las tres generaciones marxistas, que aspiran a destruir, como los anarquistas, la sociedad política de base, salvo en cierta forma la que sigue.

La cuarta generación es la izquierda socialdemócrata, relacionada con los partidos socialistas y socialdemócratas surgidos después de la Guerra Francoprusiana y homologados por la II Internacional (hay que incluir al marxismo del “renegado” Kautsky como al revisionismo de Bernstein), conocidos por proponer el gradualismo, el rechazo de la vía violenta, y la defensa temporal de los Estados nacionales. Defienden en principio la revolución proletaria, para llegar a la sociedad sin clases ni Estado, pero a través de los partidos legales y sindicatos dentro de la democracia burguesa eleccionaria; esto es así hasta Bernstein, que abandona la proyectiva marxista a cambio del Estado de Bienestar como horizonte universal. Para Bueno los partidos socialistas se fueron orientando con el tiempo hacia el fabianismo en el Reino Unido, el monroísmo socialdemocrático en EE. UU., o el liberalismo socialista en la Europa siguiente a la caída de la URSS, no diferenciándose al final de la derecha o el centro salvo por la cháchara parlamentaria.

La quinta generación es la izquierda comunista: el comunismo encarnado en torno a la URSS (Bueno deja de lado a los trotskistas por marginales), que sigue en cierta forma la vía bonapartista a través de la fundación del Imperio soviético, y propone la transformación revolucionaria y racional del Estado burgués imperialista, como fase previa a la extinción definitiva del Estado. De estos dice que albergan una contradicción interna y bastante consciente (similar a la que existió en la revolución francesa entre los hombres y los ciudadanos) entre el fin de la transformación de un Estado y el fin de la abolición de todos los Estados, y encuentra tres períodos relacionados con la variable entre la dialéctica de clases y la de los estados (el primero desde fines del siglo XIX hasta la muerte de Lenin en 1924, de ahí a la condenación de Stalin por el Congreso del PCUS de 1956 el segundo, y de ahí al derrumbe de la URSS en 1990 el último). Bueno, que no disimula muy bien una añeja simpatía por Lenin, recuerda viarias veces el concepto de “izquierdismo” como desviación pequeñoburguesa o enfermedad infantil del comunismo, patología contraída por grupúsculos procedentes de una pequeña-burguesía alejada de la política real, una suerte de símil del anarquismo pero despistado de la lucha de clases proletaria y empuñado por pequeños propietarios en estado de furia. Para Lenin la oposición izquierda-derecha era una distinción surgida de la revolución democrático-burguesa y así una desviación en el contexto del Estado-Nación de las relaciones entre proletariado y burguesía; por eso rechazó a la izquierda radical en cuanto capitalista-burguesa y enemiga del bolcheviquismo, y echó a “los bolcheviques de izquierda” en 1908. (La otra desviación famosa era la del “oportunismo”, que desenlazaba en un social-chauvinismo. Bueno evoca también las desviaciones sentenciadas por el estalinismo: las izquierdistas –trotskistas y compañía– y las nacionalistas de derecha y de izquierda). Del mismo modo que el bolchevismo leninista no se atribuía el nombre de izquierda, también el fascismo y el nacionalsocialismo rechazaban el mote de derecha, y solían ver a la oposición izquierda-derecha como algo perimido y relativo al parlamentarismo (punto de vista cercano al del liberalismo dominante actual, que ve a tal oposición como superada porque el proletariado se habría desintegrado después de la fase industrial del capitalismo en “clases del conocimiento” o “de cuellos blancos”). Bueno establece de yapa que una sociedad política que instaura el comunismo en nombre de principios revelados o sobrerracionales no puede ser llamada de izquierdas, así que hablar de izquierda cristiana o musulmana es “política ficción” (se acuerda de que Unamuno afirmaba que los españoles entienden la política como religión y la religión como política). En fin, esta tercera izquierda, asociada al Komintern y la III Internacional, termina bregando por el socialismo de un solo país, dispara el expansionismo ruso por Asia y Europa del Este (“imperialismo generador” en camino hacia el comunismo), vía Pacto de Varsovia y COMECOM, y ofrece algo así como una mezcla de dictadura unipartidista y democracia participativa bajo guía del ideal de la dictadura del proletariado desde la revolución violenta guiada por la vanguardia.

La sexta generación es la izquierda asiática, básicamente el maoísmo, que procede del marxismo-leninismo de modo parecido a como este procede de la socialdemocracia marxista. Esta camada tampoco ve a la oposición izquierda-derecha como fundamental sino a las oposiciones capitalismo-comunismo o burguesía-proletariado, porque el proletariado es acá también el sujeto revolucionario (aunque perdiendo cartel a manos del campesinado), y propone el esquema de “dictadura democrática popular” desde un pluripartidismo con hegemonía del PCCh. Pero su principal diferencia no está en el anclaje que tiene esta generación en una sociedad con una mayor población rural y no urbana, sino en la raigambre confuciana –no cristiana– que lleva en hombros: una tradición casi atea y muy poco metafísica construida sobre el supuesto de la inmanencia de la vida social, que ve a Estado y familia como Supremo Bien. La igualdad occidental, apunta el autor, se basa en “la producción progresiva y en la justa distribución igualitaria del disfrute epicúreo de los bienes materiales”, mientras que la igualdad entroncada en el confucianismo es una “igualdad de los desiguales en la cooperación en la gran familia comunista”: la revolución cultural propiciaba menos la igualdad originaria que la igualdad final lograda mediante la renuncia a las diferencias en la posesión o disfrutes de los bienes externos, el ascetismo y la devaluación de cualquier signo externo de desigualdad o prepotencia (Mao decía sin ir más lejos que el comunista debía situar los intereses de la revolución por encima de los de su propia vida). Encarnan una especie de imperialismo centrípeto, si cabe, el del Imperio del Centro como eje mundial. Bueno se mantiene reticente y concluye que el golpe de timón dado en el XI Congreso del PCCCh en 1977 no se sabe si es o no un paso contrarrevolucionario al capitalismo y la derecha. Aunque dudosamente, es la única “generación” que se mantiene viva en cuanto tal.

Variaciones simpático-etológicas sobre la izquierda degenerada

Una vez establecidas las seis gamas de la ortodoxia Gustavo Bueno avanza hacia el prolífero y difuso resto, todo aquello que no puede ser abarcado por los criterios concretos anteriores: el elenco innúmero y multicolor de la “izquierda indefinida”, a la cual fracciona en tres porciones: extravagante, divagante, y fundamentalista. Llegados a esta parte vemos aflorar la acerba vena satírica del sabio de Oviedo, que se despacha a sus anchas detallando el desfile y procesión de la variopinta gentuza andante en la mejor tradición quevediana. De ellos dice que cumplen una “función ideológica” pareja a la que en el helenismo emprendían los neoplatónicos y los epicúreos. El combo de los indefinidos tiene una identidad de izquierda de tipo “praeterpolítica” (ya sea emic o etic, esto es: dada por sí mismos o por el autor), salida de campos externos como el artístico, el científico, el religioso, literario, filosófico, y tales. He allí la extravagancia, son algo así como la vertiente “cultural” y o “ética” de la izquierda que flota por encima de los marcos más o menos estables de la “definida” (no deben confundirse, aclara, con una eventual izquierda definida de tipo ecléctico). Diríamos que cuando la extravagancia toma la palabra, se monta públicamente en el discurso, adviene divagante: yerran por ideas filosóficas, artísticas, ecológicas, morales, cosmológicas… “En el límite, se elevarán hacia una izquierda profunda, eterna, sublime, la «izquierda filosófica», la «izquierda como conciencia de la Humanidad», que dice comportar nada menos que una «visión del Mundo».” De ellos dice que divagan “sin necesidad de haber leído dos líneas seguidas de Platón o de Aristóteles, de Suárez o de Soto”, y que cuando omiten la divagación se confunden “con algunas de las múltiples variantes de la derecha liberal, tolerante o escéptica”. Integran esta comparsa todos esos personajones de la “clase liberal” –artistas, intelectuales, científicos– que absueltos de representar a alguna fuerza social determinada –partidos, sindicatos, Iglesia– se embanderan con decidida solemnidad en abstracciones vacuas como Razón Pensamiento o Cultura, “palabras que estos individuos utilizan del modo más primario e ingenuo imaginable, acríticamente”, en un ridículo “lenguaje idealista y mentalista” que presupone que la enumerada “Razón” está del lado de ellos y no del lado del Imperio contra el que imprecan. Son los fiduciarios sui generis y de enésima tanda de la Ilustración como sanata sin episteme, una caterva que se disfraza de intelectuales no-elitistas y se atribuye, con una humildad que más parece pedantería, el usufructo exclusivo y privilegiado de algo así como “el conocimiento” (cuando es bastante más probable, pone, que el mecánico que les arregla el cigüeñal del auto tenga mayores dotes de inteligencia que ellos). Profesores de derecho internacional o atildados diplomáticos que “critican el poder” travestidos repentinamente de anarquistas, por caso. Y los terceros en discordia, a cual más peor, son los fundamentalistas de la izquierda, quizá el derrape terminal para el bueno de Bueno: son los que dicen querer educar en valores al pueblo o a la juventud, los vocalistas del multiculturalismo, de la sociedad abierta, tolerancia, pacifismo, diálogo, ambientalismo, biodiversidad, veganismo, los que rechazan al nacionalismo canónico pero simpatizan por los nacionalismos fraccionarios, los cruzados de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, cantantes, periodistas, cineastas, profesores, la mar en coche fúnebre. Debemos imaginar, en fin, que este tipo de “izquierda” trinorma es la que se ha comido al mundo y se incrementa por las arterias urbi et orbi entonando la Marsellesa modal de la inconsistencia más descarada, contagiando aquí y allá el ambivalente confusionismo del cambalache universal. Han perdido de vista, imaginamos que dice Bueno, el criterio rector, históricamente amasado de las izquierdas claras y distintas: un proyecto de base nacional y alcance universal en torno al Estado, con eje en el individuo y en contra del anatomismo social pro Ancien Régime. La izquierda indefinida, en suma, propone soluciones éticas morales filosóficas o sociológicas a los problemas del mundo y elude las sujeciones políticas: son cosmonautas del tribalismo, estetas de la virtud, católicos de la nada, principistas del packaging vestimentario, intemporales sociólogos y sociópatas de la Ciudad del A-Dios. Después de apabullar a esta gente, Bueno nos recuerda como consuelo o indulgencia que la izquierda indefinida es la resultante de las frustraciones de cada una de las corrientes de la definida. Podría ser una disculpa.

Delimitación y desbordes del ambivalente campo enemigo

Según un criterio las izquierdas son múltiples pero la derecha una. La derecha como concepto político surge con la aparición de la izquierda, pero la precede: habría así una “derecha absoluta” compuesta por los grupos que detentaron el poder en todas las sociedades políticas: dinastías faraónicas, terratenientes romanos, señores feudales, aristócratas, realeza, o los mismos estados en cuanto depredadores (pues hay imperios no depredadores que, según Bueno mienta, se inclinan hacia la comunicación de bienes y conocimientos). Vista así la cosa la derecha no es necesariamente conservadora o retrógrada, al fin y al cabo fueron esas derechas absolutas –en disputa con otras– las que inspiraron el progreso por los siglos. Del mismo modo la equiparación entre izquierda y progresismo es “interesada y banal”, dice: hay derechas presentes y pasadas con medidas de mejoramiento de la sociedad, y por lo demás, según observa, la revolución desmontó el orden feudal pero produjo la explotación capitalista sin límites del orden burgués (una libertad para vender a la baja la fuerza de trabajo del campesinado, para morirse de hambre, y una igualdad abstracta que produjo una clase proletaria condenada a enfrentarse a muerte con la clase de los explotadores). El anatomismo estamental, se dirá, se niega de jure mientras de facto cristalizan formas de racionalidad anatómica con peores consecuencias (Bueno dice que la izquierda conoce el método revolucionario pero no sabe adónde puede llevarnos, cual monos con portación de arma blanca). La izquierda se configura entonces como negación de la derecha absoluta, negación en principio de su apropiación de soberanía; la izquierda revolucionaria se definió como negación de esa apropiación de soberanía a la vez que como negación de toda apropiación, y buscaba destituir cualquier tipo de unidad de apropiación en la cual el sujeto agente no fuese el átomo racional del individuo (en tanto aportante a la sociedad y al género humano). Y acá desmonta las mitologías en torno a la propiedad sobre las que suelen basarse las izquierdas como herederas del imaginario ilustrado: la propiedad y la apropiación son originarias según Bueno, y si hubiera un “comunismo primitivo”, lo sería al interior de un determinado grupo que estaría apropiándose de un territorio (expropiándoselo a otros por ende). El derecho de propiedad, en fin, es un derecho civil y no un derecho natural, el derecho internacional no es un derivado de un presunto derecho natural, y los estados defienden el territorio en el que se emplazan en última instancia por medio de sus fuerzas fácticas.

Así como no hay fuera del mito una izquierda unaria esencial y eterna, tampoco hay una derecha de tal astilla. Las derechas también se amuchan en géneros plotinianos o darvinianos, porque derivan unas de otras no como emanaciones sino como estructuras distintas e irreductibles determinadas por el medio; es decir que también son plurales y en pugna interna (Bueno contempla que no todas tienen por qué estar orientadas a la restauración o contrarrevolución, sino que tienden más bien a organizarse de una manera que les permita sobrevivir e imponerse en el entorno en el que se mueven). La derecha toma su unidad de la del Antiguo Régimen, pero en el proceso de su descomposición, como la reacción a la acción de las izquierdas: la idea de derecha efectiva es la reacción conservadora del Antiguo Régimen o de una de sus partes, y desde allí se fragmenta y refracta en múltiples derechas ante los ataques de las varias izquierdas o de otras partes de esa derecha. Hay una derecha absoluta, el Antiguo Régimen, es decir una idea positiva y singular de la derecha (la izquierda es una idea negativa y plural), bien que el propio Antiguo Régimen era en sí mismo una realidad heterogénea en cuanto red de estados imperialistas. La idea de derecha, que comienza siendo un concepto positivo y localizado, se convierte en un mito (dualista metafísico) a partir de la Primera Guerra Mundial, cuando el sistema social de referencia deja de ser el Antiguo Régimen y pasa a ser uno que pretende organizarse en torno al Género Humano. Desde entonces las derechas cada vez conservaron menos del Antiguo Régimen. En El Mito de la Derecha Bueno las lista y ordena con la minucia de un entomólogo: distingue entre las tradicionales y las no alineadas. En el primer grupo hay tres: la primaria, que se enfrentó a jacobinos y anarquistas y constituye el proyecto de reconstrucción del Antiguo Régimen (encabezada en España por servilones apostólicos y carlistas), la liberal (cuyo enemigo es sí misma, la propia izquierda liberal, ubicada en España entre 1812 y 1912), y la socialista (Antonio Maura, Primo de Rivera y Franco, que tienen de enemigo prioritario a las izquierdas de cuarta y quinta generación). Para Bueno y los suyos, mal que suene, el régimen franquista fue un socialismo de derecha (ligado a la doctrina social de la Iglesia y ajeno al fin de la derecha primaria). Por el otro lado quedan las derechas no alineadas o no tradicionales (porque no remiten en línea genealógica al Antiguo Régimen): allí entran desde frailes independentistas del Nuevo Mundo, pasando por el fascismo y el nacionalsocialismo, y llegando a la llamada Nueva Derecha (antiliberales anticristianos como Alain de Benoist por Francia o Sánchez Dragó por la Madre Patria entre otros corifeos), lo mismo que los partidos secesionistas creados con la caída del Imperio español y de carácter “extravagante” (visto que pretenden salirse del Estado en el que actúan y ante el que conspiran desde una paradójica legalidad). La derecha definida, con todas esas “modulaciones”, no es una forma eterna sino un variado concepto histórico con fecha de nacimiento –1789– y de caducidad ya cumplida: 1989. He ahí la audaz tesis buenista. Lo que de ella queda no es más que una murga de extravagantes que proyectan el retorno a un edén medieval o feudal cuando no arcaico, haciendo composé con los herederos del anarquismo ludista primitivista o verde. Quizá por derecha podrá entenderse en definitiva a toda corriente opuesta al universalismo racionalista holista-atómico; pero como no es posible volver a 1788, tanto a nivel técnico-político como tecnológico-científico (he ahí un triunfo de las izquierdas aun en su fracaso intrínseco), el Anciene Régime se moderniza y transforma en derecha política (tradicional liberal o socialista), y asume incluso parámetros de la izquierda o de nacionalismos religiosos fascistas o nacionalsocialistas o integrismos y fudamentalismos deístas. El mundo es un gran combo en el que hay racionalismos particularistas (tecnocracias), irracionalismos particularistas (nacionalismos volkisch), irracionalismos universalistas (integristas, sectas, fundamentalismos de tipo islámico), pero ninguno de estos compone propiamente la derecha política primigenia. Esa derecha prístina podría haber estado implicada en un ortograma racional-universal anatómico si hubiese conformado un imperialismo en acto (como el español y el inglés por entonces), pero no fue el caso (habrá que suponer de paso que los “irracionalismos”, al margen de la sarasa mitopoiética que despilfarran para apacentar a la turba, se organizan en ortogramas racionales anatómicos, bien que cifran sus fundamentos discursivos en verdades reveladas al oído de un élite de seres superiores iluminados). La oposición derecha-izquierda, concluye don Bueno, es particular y variable por épocas: la idea de una oposición global y fundamental corresponde a la lógica binaria del dualismo monista metafísico, al que Bueno retruca con la tríada dialéctica (“planteamiento operatorio de racionalización”) y un modelo ternario de sociedad política izado sobre un concepto de realidad plural material. El binarismo de la Aufclärung entre la oscuridad y la luz fue una vuelta sobre el dualismo maniqueo, que a su vez heredaba al zaratustriano entre Ormuz y Arimán: la Ilustración el marxismo y antes el agustinismo vienen de ese tronco (de allí la teoría marxiana de la alienación originaria del género humano que hace pie en el mito de la comunidad primitiva). El pensamiento ilustrado se forma en torno al mito del género humano y su progreso indefinido, no menos metafísico que el de la doctrina cristiana de la Parusía, y de allí todas las generaciones de izquierdas utilizaron la idea de Género Humano como sujeto metafísico de la historia, es decir emprendieron un cristianismo secular en plan ético, una rehechura antropológica de la Ciudad de Dios agustiniana. Bueno propone devolver el universalismo a sus condiciones políticas de emergencia y sustituir a ese sujeto metafísico por la idea de Imperio universal, una parte de la humanidad con voluntad de controlar a las restantes.

Hemos sombreado a la izquierda originaria, entonces: racionalista y universalista, política y no ética étnica o cultural, y refrendada de alguna manera por la ciencia empírica, liberal-libertaria igualitarista y fraternalista en tanto que individualista. Ahora bien, ese universalismo no adviene de un fantasma platónico que releva a Dios padre, sino de un Estado que se proyecta en carácter de Imperio. Esa es su realidad política, fuera de la apelación metafísico-ideológica. La izquierda propiamente dicha se distingue por una posición política ante el Estado, desde el seno de un Estado imperial, desde una particularidad nacional hacia una proyección universal, a través de una racionalización holístico-atómica, de molde científico, no religioso ni metafísico, de carácter político, no ético cultural sociológico antropológico cósmico o teológico. Punto.

¿Cuál es el rol concreto de las izquierdas y derechas de cotillón en las democracias existentes? Imaginemos que el lector pregunta eso y contestamos como difusos ventrílocuos de don Gustavo. En las democracias, respondería, el mero propósito de las corrientes de izquierda definida suele ser hacerse del poder político a como dé lugar y por el tiempo que se pueda. Han amasado, eso sí, un logro puntual: poner incómoda a la derecha y hacerla aborrecer el nombre derecha, haciendo que se presenten corridas hacia un centro –centro derecha– que termina no distinguiéndose del centro al que se corren las propias izquierdas –centro izquierda–. Los partidos enrolados en el juego parlamentario del Estado de Derecho “quedan ecualizados políticamente en el género «Democracia»”: este género determina los límites de los proyectos de los partidos de izquierda y derecha (no solamente las izquierdas se derechizan, también las derechas asumen alguna vez posiciones de izquierda). Las democracias del Estado de Derecho y el Estado de Bienestar, para más datos las de después de la caída de la URSS y la formación de la Unión Europea, ofician de unidad de los contrarios; así en España los herederos del franquismo y del comunismo son mutuamente reconocidos como demócratas, y todos los partidos aceptan ese statu quo, lo mismo que el ingreso a la OTAN o a la UE (allí Bueno aprovecha y desmonta el mito y la metafísica secular-teológica de la “memoria histórica”, un vago constructo suasorio-ideológico, “reivindicativo”, y asegura que la historia no se construye con la memoria sino con el entendimiento y la interpretación de las reliquias). El acuerdo entre las viejas Dos Españas del siglo pasado ocurre a costa de una fragmentación entre quichicientas Españas, varias de ellas antiespañolas, y la “ecualización” lleva a las izquierdas a adoptar la posición indefinida, es decir ética, la defensa de valores, como libertad, tolerancia, solidaridad, que paradójicamente no son criterios de mero cuño izquierdista y suelen ser esgrimidos por grupos de centro y derecha. Cunden entonces las izquierdas federalistas que defienden un Estado multinacional, un nacionalismo que se dice no excluyente pero excluye la propia “Idea de Nación española”, y las tendencias de matriz social-demócrata, libertaria o comunista, pugnan por un secesionismo que acaba rimando con centros y derechas.

Elija entre socialismo y solipsismo

El quid de las izquierdas desde el anarquismo y el marxismo, esto es desde la I Internacional (cuando no desde la misma Declaración Universal), fue el de cómo llegar a la anarquía, sociedad sin Estado como reino de los fines o de la libertad, República de los Filósofos con 7.500 millones de Sócrates, o Ciudad del Hombre-Dios (7.500 millones de Jesucristos). La mala nueva de Bueno dice que el Estado no perecerá jamás. Y si bien no dice que sea imposible una sociedad sin clases, sí dice que la “clase universal” es una ficción porque la división de clases es consecuencia de la implantación de los estados, por lo que las clases actúan entramadas en la dinámica de los estados y ambas dialécticas se codeterminan (las clases no son totalidades atributivas sino distributivas). Mala noticia para el almabellismo de la salvación: una acción política ni utópica ni ingenua ha menester de una plataforma estatal-imperial. Trotsky, que colegía que la Segunda Guerra sería la piedra de toque de la sociedad sin clases, respaldó la última de las ensoñaciones de las Internacionales, y los resultados están a la vista: las dos guerras mundiales demostraron que los plafones extra-nacionales de los internacionalistas respondían a la utopía milenarista de la ley histórica universal del llamado economicismo determinista, más bien un materialismo monista-dualista escatológico que postula a las superestructuras como el espiritualismo de un Hegel cabeza para abajo y a la historia como un progresivo y lineal ascenso hacia la ciudad de Dios, hacia el fin de la historia (he allí el mito progresista del cristianismo del marxismo y del liberalismo en cuanto agustiniano-protestantes). De manera que Bueno imputa el fracaso de la URSS a la desviación monista armonicista idealista hegeliana y humanista (es decir a los componentes no racionalistas-materialistas), y formula una “vuelta del revés a Marx” como purga de esos erráticos contenidos. Bueno plantea la cuestión en otros términos: una disputa entre socialismo y solipsismo, dos cuentos ideológicos o metafísicas fabulosas que fungen como ilusorio par antitético desviado de la realidad política aunque operativo en las bases de la revolución francesa, sea del lado del citoyen ora del homme, ya que a esa díada remite el embrollo originario de las izquierdas entre las libertades negativas (la libertad de del solipsista) y las libertades positivas (la libertad para del socialista). El solipsismo, cuando no es la patología nosocomial de un sujeto individual, es una idea metafísica del empirismo inglés o del subjetivismo alemán. Bueno dice que todos los partidos son socialistas, incluso los liberales y el mismo PSP (Partido Solipsista Popular), y sin ir más lejos los mamíferos las aves y los insectos son también socialistas. El humano entendido como animal social es un índice independiente de cualquier izquierda o derecha. Las revoluciones montadas en nombre del tercer estado, del pueblo o del proletariado, apelan al individuo-átomo sea para quitarle la soberanía al trono y al altar o bien para desmontar el imperialismo de la burguesía en nombre del proletariado. Pero una sociedad de composición anatómica no sería un modelo de sociedad de izquierda: por eso todas las izquierdas proponen, de manera inmediata o diferida, la anarquía (no otra cosa es el comunismo paradisíaco que seguiría a la dictadura del proletariado una vez subrogadas las clases y el Estado, ni otra cosa el liberalismo, como anarquismo de derecha en todo caso, que en última instancia la cree consumada). La teleología de la izquierda sería irrealizable sin imperialismo, pero los imperialismos se realizaron a condición de socavar por uno u otro lado los principios de la izquierda, porque no hay izquierda política sin un estado imperial, pero por otro lado los Imperios Universales jamás existieron como tales y son de hecho imposibles (supondrían al alcanzar al Género Humano la desaparición del Estado). El ejercicio de una ratio imperii metapolítica implica algo así como la existencia de un imperio filosófico, uno con el suficiente poder espiritual para realizar un gobierno indirecto sobre el poder temporal diapolítico, y que o bien tendrá una fuente teológica –y sin ser Dios hablará en nombre de él–, o bien un fundamento cósmico procedente de la conciencia que enuncia en nombre del Logos sin ser el Logos. Una tal Cosmópolis metapolítica se organizó con los estoicos en la época de Augusto desde las escuelas helenísticas de retórica y filosofía, algo similar hubo después con los agentes eclesiásticos del cristianismo en la de Constantino (el Emperador vuelto sacerdote y representante de Dios en la tierra) y continuó en la época de los reinos cristianos cuando la Iglesia oficiaba de “Agencia Internacional” (tramando por ende una dialéctica entre Imperio y estados). La Asamblea francesa de 1789, que carecía de jurisdicción en los demás estados, asumió un rol de esas características con la Declaración, y así el imperio napoleónico intentó en todo el mundo gobernado por el Antiguo Régimen la instauración de un nuevo orden asentado en la igualdad la libertad y la fraternidad para el conjunto del género humano. Bueno refiere en España frente a Europa que aunque la idea filosófica de Imperio es un imposible político, no se desprende que haya que “darle la espalda”, y que si esas ideas metafísico-metapolíticas tienen efectos políticos es porque proceden de causas políticas (responden a fuerzas sociales del exterior del Imperio –bárbaros, pueblos marginales– o de su interior –esclavos, desheredados, plebe frumentaria–). Bueno quiere pararse a cocollito del zoon politikón de Aristóteles, que ni es un kosmopolites quínico ni un zoon koinonikón. Lo que dijo Aristóteles es que el hombre es un animal político, esto es que se constituye como tal bajo una sociedad política, un Estado (la idea de la hermandad de todos los hombres es un invento de los estoicos y los cristianos y no un dato de la ciencia antropológica del que debe deducirse un formato político de sociedad, y por otro lado la idea de ciudadano libre deriva de la civitas del orden romano). Para ello pasa el rastrillo a la ideología del liberalismo, que es más o menos la filosofía oficial del Imperio en auge, mitología forjada por una teoría de la economía política que postula abstractas libertades individuales y de mercado puestas a disimular su condición de posibilidad en cada Estado nacional y en la red jurídica diplomática política y militar que monta un imperio universal activo (salta a la vista que para el buenismo no existe ni algo así como un capital financiero trasnacional como primer motor inmóvil, ni una élite mundial parcialmente cosmopolita –u oligarquía financiera– con la suficiente fuerza como para imponerse por fuera de un Estado nacional y coartar su imperialismo específico, idea que prospera por el mundo desde Trump). Bueno se aviene a despejar la efectiva racionalidad que sustenta de fábrica a las izquierdas, por lo que expone un canon de razón que arroja de la izquierda al subjetivismo ontológico, la espulga de voluntarismo piadoso y quita del origen al ego cartesiano y al sapere aude de Kant (si la izquierda se iza sobre la esterilla atomista de la ciencia moderna podríamos presumir que su enemigo vigente más que las derechas religiosas o liberales es la física cuántica).

De la anarquía coronada a la democritozación del filósofo-rey

El liberalismo para Bueno no es una forma de universalismo racionalista atómico sino el racionalismo particularista propio de un imperio depredador levantado sobre la hipóstasis metafísica y protestante del individuo, y se dirá que hace fuerza por separar al individuo construido por la revolución francesa (y heredado por la teorética de casi todas las izquierdas) del que defiende la tradición liberal inglesa, y que si el último es “metafísico” habrá que colegir que el otro es meramente político-jurídico o pragmático (práxico o práctico), aun cuando se lo quiere sustentar desde la no-ideología, desde el reino de la episteme. Ese atomito ha sido un grano en el culo de las generaciones de izquierda, y los liberales canónicos lo reclaman no sin declararse primogénitos autenticados de la izquierda original. Y acá el filósofo hace el salto ornamental de Aristóteles a un Platón en el mejor de los casos allanado de jerarquismo organicista. Contra ese solipsismo (o individualismo desjacobinizado) Bueno regresa con compás escuadra y cartabón al seminarismo platónico en versión crítico-remozada, acarreando lo que llama “socialismo genérico o filosófico”, una detracción fundamental a “la implantación gnóstica de la filosofía”, lo que es casi decir al individualismo metafísico, una especie de Tribunal de la Razón que dice no confundirse con la “realización de la filosofía” porque no se apoya forzosamente en el procrastinado “socialismo específico o socioeconómico” (léase la sociedad sin clases) aunque se presenta como incompatible con toda sociedad de derecha (es decir irracionalista y/o particularista). He allí la “implantación política” del socialismo como filosofía o de la filosofía como socialismo, que salta el escollo con el que tropezó Marx, que para realizar la filosofía demandaba la emancipación del alemán del proletario y del género humano del primero al último. La filosofía es la cabeza –decía Marx– y el proletariado el corazón (y el humano germano, de paso cañazo). La vuelta del revés a Marx insume una vuelta de la filosofía a casa, a su biósfera natal, el hábitat platónico: la Escuela, mudada de Atenas a Oviedo. Y del otro lado del umbral la Caverna: la sociedad de clases, el fundamentalismo democrático, las sombras que proyectan la TV y demás massmedias sobre los amplios muros del mercado global.

Plataforma para animarse a despegar y salir del agujero interior

Las generaciones de izquierda definida (salvo anarquistas y socialdemócratas) se organizaron a partir de plataformas continentales, que fueron y son los pedestales sine qua non que dieron y podrían dar operatividad y eficacia a los propósitos que contemplan. El género humano, esquematiza, está repartido hoy geopolíticamente en las siguientes unidades históricas y culturales: el continente anglosajón –único imperio universal hoy realmente existente (la Europa atlántica inclusa)–, el continente asiático –que continúa a la sexta generación y es el único antagonista eficaz del imperio norteamericano–, el continente islámico –que como última ratonera del aguante al trono y al altar está al margen de la distinción entre izquierdas y derechas–, y el continente hispánico –una plataforma “de incierto porvenir”… (Bueno se saltea al probable continente eslavo y de manera arcana no hace mención de Rusia). La izquierda surgió hace más de doscientos años como un proceso de racionalización dirigido a la globalidad del Género Humano, pero no hay ninguna globalización impulsada por tal Género, sino por una parte de la humanidad en función de sus intereses: en el presente el imperialismo de EE. UU. Si llegara una séptima generación de izquierda no podría constituirse como sociedad política a escala local regional o estatal, delimita Bueno, y vaticina antes de partir que no será Europa la plataforma de semejante proceso. Cierra con esa profecía El Mito de la Izquierda.

El liberalismo busca imponer que la Ciudad Terrena es la Ciudad de Dios como Parusía del Género Humano, (léase fin de la historia), mientras los rescoldos dispersos de las izquierdas, la miríada de instituciones e individuos que componen ese cristianismo sin Dios, el izquierdismo-social-moral-infantil, propugna una revolución milagrera, un fiat lux desde la Nada, o una nueva revolución francesa en la que Francia sería el imperio anglosajón presente, con la salvedad de que no es un imperio en germen sino en concreta actividad cuando no en vías de extinguirse. Hete aquí que el pueblo llano o tercer estamento de esa revolución pernocta demasiado cómodo como para no ofrecer otra cosa que cantos de sirenas moralistas o delirios de la religión secular en forma de Derechos Humanos o evangelios del ateísmo ontoteológico (falogocentrismos hembristas incluidos). Las izquierdas indefinidas (idiotas útiles o inofensivos parásitos del “fundamentalismo democrático”) se imaginan que obrarán la implosión del Imperio llevando la Ciudad Terrena a la verdadera Ciudad de Dios (del Hombre o de la Hembra) en la Tierra, el camino de la democracia real a la ideal o de la aparente a la real o de la módica a la radical, cuando más bien lo que estamos presenciando es el languidecimiento de un Imperio amilanado por otro latente, el chino. La idea de una unidad de la izquierda, suponemos que viene a decir Gustavo Bueno, es un galimatías de la candidez chapucera que lleva la marca registrada del polisemismo de las democracias vigentes homologadas en el concierto del imperialismo yanqui (por lo demás la historia muestra que las generaciones de izquierda se masacraron unas a otras e incluso entre los miembros de cada una), una especie de relevo pánfilo, más posmoderno que moderno, de la idea de Cristiandad. Cuando hasta no hace tanto tiempo los paisanos para invocarse a sí mismos o al prójimo hablaban de “cristianos” (y no de citoyens u hommes precisamente), se presuponían como partes de una grey extrapolítica, una koinonia más bien agustiniana o intemporal. De modo parecido muchos se parapetan declarándose de izquierda como si eso fuera una suerte de garantía más bien kantiana de buena voluntad o de que se opera inflexiblemente sobre la base del imperativo categórico. Son performers morales galácticos que predican una emancipación mágica al estilo La Boétie, un repentismo del nunca jamás. Heredan a San Agustín en la medida en que parten no de un Estado sino de la sociedad y la ética, como ácratas eclesiásticos, mientras entonan sermones de párrocos que tararean la mala conciencia del orden liberal que el orden liberal necesita para blanquearse y seguir zafando. Algo así dice Bueno, que con toda evidencia no es Bayer aun siendo Bueno. Usted podrá reservarse la gracia socrática de la ignorancia o el don pirrónico de la duda.

El populismo gnóstico no vence al tiempo

A Bueno se lo chicanea acusándolo por diestra de negacionista de gulags y por siniestra de reinstalar la Metafísica, de distorsionar a Marx, de modernizar sobre Hegel la teología tomista, de restablecer el estatuto autónomo de la Idea platónica, de seudomaterialismo ontológico y antirrealismo gnoseológico, de quedar atascado en Kant, de defensor de la conciencia como determinante de la realidad social, y de montar una secta fundamentalista en España que lo eleva al tabernáculo de Maestro Infalible. Se lo acusa de proponer un socialismo meramente epistemológico o de claustro y de estancarse en el confort familiar de un gnosticismo de cofradía intelectual o “hetería soteriológica” (eslogan conceptual acuñado por el propio Bueno para despachar a epicúreos y psicoanalíticos), y en el último escalón también de apologeta del PP o VOX, filósofo de la burguesía inmobiliaria asturiana, franquista de modales estalinianos, o integrista hispánico secular que contemporiza con el Imperio Yanqui y la democracia de mercado. Una crítica que no avanza mucho más allá del dar vuelta los enunciados de Bueno, cuando no de repetirlos desde el ángulo maula de la sospecha y el chisme. Contra estas imputaciones la ortodoxia buenista mantiene más bien que en ellos se está gestando el parto con fórceps de la “séptima izquierda”, una Atenea nacida de la cabeza proverbial de Gustavo Bueno o del sistema que lleva su rúbrica, bautizado por él como “materialismo filosófico” sin más vueltas. Este albur reza que el socialismo materialista prenderá cuando los nacionalismos de la América balcanizada (apodada por sus depredadores como “latina”) se enfilen hacia el internacionalismo (iberoamericano). Hay sin embargo buenistas de otros modales y pareceres. Uno de ellos, Santiago Armesilla, que anduvo de paso por nuestro país, promocionó contra propios y extraños la buena nueva o nueva tesis de que la séptima generación de la izquierda sería el llamado populismo (iberoamericano), para el consuelo o esperanza de cautos y no. Según Armesilla el mentado populismo luce un corpus doctrinal propio y debería quitarse de encima a la brevedad el lastre posmoderno de Laclau y demás afrancesados posmarxistas para remitirse a la trilla categorial de Bueno, porque desde este altar filosófico son posibles las definiciones y los criterios objetivos para clasificar derechas e izquierdas, cosa que el lacanismo de las masas hegelianas prefiere evitar solazándose con la lógica veleidosa de los significantes vacíos y el dale que va de la agregación de demandas populares polimorfas y variopintas. El sujeto político de última generación sudaca vendría a ser el pueblo en cuanto plebe (más plebs que populus), que llamaría a unirse a los desarrapados del mundo al calor de un pluralismo policlasial sin sueños teleológicos de nirvana sin Estado y coreando una revolución permanente con Trotsky codeado fuera (un universalismo de “la armonía entre los pueblos emancipados soberanos y pacíficos” que rompe con los esquemas previos de Nación política de las izquierdas anteriores y con la democracia liberal indirecta lo mismo que con la comunista y maoísta), una oclocracia que haría bien en encontrar su razón ecuménica bajo la aristotélica férula del materialismo filosófico de Gustavo Bueno, para eludir la desviación de la demagogia barbárica autopunitiva. Plebeyos del mundo: ¡uníos en el populismo definido!

Pedagogía inversa y consideraciones finales

Quizá usted haya creído vana e impunemente que la izquierda es un voluntarismo de las efusiones pasionales o del arraigo al terruño o apego a la raza horda o tribu, pero usted ha vivido equivocado. Quizá usted creyó como buen paparulo que es que la izquierda puede ser nacionalista y chau o bien que puede ser internacionalista así como así. Pero usted se equivocaba lo mismo: la izquierda es racionalista e individualista y es nacionalista porque es universalista y universalista porque es nacionalista. La izquierda es imperialista o caso contrario no más que una polución apolítica de religiosos ateos y moralistas sin mores. Se dirá que Bueno es un maître del goce del órganon o que aspira a mandar more geometrico y es un matemático-rey que le estampa el sambenito de gnóstico a todo pensador privado sin mecenazgos principescos o filósofo apátrida de cero fondos públicos, y quizá los buenistas de Bueno rebatirán que la chismografía teorética de los maestros de la sospecha es el penúltimo manotazo alucinatorio del idealismo protestante. Por lo demás en cuanto a pedir definiciones no otra cosa hicieron los filósofos de Sócrates a Wittgenstein, que así nació la ciencia según la versión de Mondolfo, y así se desencadenó la batalla de los filósofos, “pegando etiquetas” según la de Tzara. “Sólo se define por desesperación” sobreimprimía Cioran, que también podría aportar para que el izquierdismo cool o cabeza, generaciones auténticamente argentinas, localicen prosapia en el dadaísmo de vernissage o en el nihilismo de salón. No será tarea fácil persuadir a algún editor porteño de imprimir algún Gustavo Bueno para Principiantes o cosa así. El sabio peninsular tiene todos los tickets comprados para que lo bufe la corte completa del intelectualaje argentino: agabachados fifteen forever del 68 eterno, liberales anglófilos, troscos de judería, nacionalistas de la celeste y blanca que sostienen todos los mitos del liberalismo de cabotaje pero por la inversa (gemelos malditos que disputan la caja como la Cosa), nostálgicos bolches rusófilo-putinistas, germanófilos de Heidegger o de Marx, ácratas del país de las maravillas, fundamentalistas del antiplatonismo nietzscheano, y literati de vario pelaje que vomitan de leer media página con acento godo posterior a Cervantes (sumemos a católicos de fe y a protestantes de misa). La intelligentsia de Aeroparque se sentirá como Chávez ante el rey Borbón y regurgitará de espanto y risa; pero al disgustado que ande sondeando filósofos inmaculados de posmodernismo tenemos para ofertarle a este gallego, intachable en ese coto como están a años luz de serlo pretendientes de moda como Zizek Badiou Laclau o el mismo Duguin. Por eso creemos haber brindado en definitiva un servicio de asesoramiento político-identitario a nuestro bienquisto servidor el lector proponiéndole la tabla del maestro Bueno. Para más datos podrá bajarse los libros y darle. Podríamos incluso llegar a recetar para esta izquierda public relations otras divisiones por lo bajo y por lo alto entre impecables y primitivos, cosmopolitas de saco y corbata proclamando la paz perpetua o francesitos sin corbata con cabellera más príncipe valiente entre los primeros. Habría también una izquierda estética, ondera, para la que el hábito hace al monje, impolítica moraloide de rango intermedio encaramada sobre el lema le droit c'est les autres, así como una fauna agreste de izquierdistas de las emociones, tribu-urbaneros, fashionistas del look o por la camiseta que profesarían contrario sensu fascismos difusos, o bien zurdos sociales como hay fumadores sociales, pero que en la práctica decantan por los particularismos étnicos, nuevos feudos tecno-democratizados y demás reciclados vintage del bando contrario. Eso sí, si nuestro lector se dice anarquista no deberá olvidar que quiere acabar con todos los estados (el mapuche y el vizcaíno all inclusive), y deberá preguntarse si no es más bien un cristiano sin Dios ni Cristo o un empleado de la Planned Parenthood. Si en cambio se cree el Robespierre de las redes (o Dantón de pub pintero), imaginamos que no propondrá un regreso de los brujos, no suplicará por un líder católico carismático, o carismática, lo imaginaremos más cercano a Newton que al Gauchito Gil, a Lucrecio que al Restaurador. Limítese al retablo del Ser Supremo o en su defecto al retrato de la Diosa de la Razón, qué mejor en su dormitorio de púber que un póster con las tetas de Delacroix. Si el amigo es bonapartista, le recordaremos que no lo es en nombre de Yahvé o Inti ni de las vísceras, sino de los valores revolucionarios. No querrá el lector de napoleónico bicornio tampoco dar por culo al Estado y sentarse a la sombra de un Diógenes. Si en cambio es un bolche cuídese de ser un pequebú desarrollista o de defender a los propietarios hoteleros que fugan divisa espesamente y téngase por poco amigo de la izquierdismo etno-cósmico o por fósil de museo. (Si es apenas estalinista siga con sus poemas cínico-politizados en alguna revista de los 90.) Si usted es antimperialista usted no es de izquierda, usted es más bien un comunista a secas un ácrata o nomás un moralista, o un chanta vendehumo (no se puede descartar). Si usted cree que el poder se basa en hacernos hablar y pedir definiciones como fiat satánico, no rompa las pelotas a los demás con su persecuta al prójimo y al lejano; mas si usted es progre no olvide que el enemigo al que usted le atribuye mala praxis o fe o voluntad o egoísmo elitista puede ser tan progre como usted, y si por ahí es socialdemócrata, como algún presidente panzón, sepa que usted quizá esté sirviendo a dos reinos (aunque ya lo sabe). O más bien al otro. Si usted es un mao y ha zafado de la gayola cómprese las Analectas y mídalas con el Libro Rojo. Luego pida info y asesoramiento en el consulado chino; ellos sabrán qué hacer con usted. Si usted es marxista usted debe cobrar un sueldo del CONICET. Debe de hacerlo y si no debe hacerlo. Usted es quizá un posmoderno ramal izquierdista, un teórico-sexual-infantil del posmarxismo de oulet, un gnóstico exotérico, acaso un populista de diseño (made in), que ya no cree en el hombre nuevo sino en la nueva hembra. Puede que usted sea nomás un poseur indefinido de última generación. Si usted amigo es de izquierda usted ni siquiera es malo pero menos bueno. Usted podrá ser un burgués pequeño o grande un lumpen de varia procedencia o un asalariado que alquila. Explíquese. Sus buenos sentimientos son otra cosa. Mas si usted querido es cristiano banqueselá: usted no es de izquierda por más buenito que sea o si lo es no es cristiano salvo que crea que Cristo está arriba a la derecha de Dios listo para enjuiciarnos. Elija entre Lutero y Santo Tomás y ya. Puede que usted sea apenas un histérico o un idiota. Deje la militancia, usted milita con toda la humanidad a grandes rasgos y a esta altura. Consuélese, igual: Sócrates y Descartes también lo fueron. Si usted es un facho mi amigo, usted puede no ser de derecha, usted pertenece acaso a un rebaño de superhombres. Usted puede ser de izquierda y de derecha a la vez, sea o no sea facha. Ha vencido a Parménides, alégrese. Gorgias brinda por usted, borgeano amigo. Y si usted lector finalmente es de derecha, tenga a bien saber que usted quizá sea de izquierdas lo mismo. Clame si no por la restauración de los Habsburgo, pida por Trento o por la pureza racial de Atahualpa (de Athaualpha Proyankee).


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