Una enredadera de amor imperfecto

 

Por Marco Castagna



El que dibujó la tapa de “Tercer Arco”, nunca supe su nombre. Pero me quedó su estilo. Ese monstruo un poco infame, con barba, bigotes, los ojos achinados, y con ese caserío entre oriental y bizantino en la cabeza, como un jarrón, o algo así. Hasta que un día vi un cuadro del artista en la casa de un amigo. Y le dije, pero pará, ¿ese es el que dibujó la tapa del disco de Los Piojos? Sí, me dijo. A ese amigo le cuidé la casa un verano. Entre sus discos justo tenía “Tercer arco”, así que lo ponía a la mañana temprano para llenar la casa de música, mientras entraba el sol por las ventanas y se metía en las raíces de las plantas, en las macetas, y por todos lados, como una enredadera de amor imperfecto.

Escuchaba el disco a todo volumen, para darme ánimo, sacarme la timidez –esa capa incómoda para salir a la calle– y reconectarme con el pibe de trece años que escuchaba música en su Walkman.

Al ritmo de Los Piojos murgueaba un poco. Bailaba en solitario entre los libros de mi amigo. Un estante conservaba un bandoneón verde, que él tocó una vez. La perra y la gata dormían todo el día. Hacía calor. Yo manguereaba las baldosas para mojarme un poco y bajar el calor de las losas.

Algunas tardes salía a andar en bici –en la playera con las ruedas desinfladas de mi amigo–, y daba unas vueltas locas por el barrio, como una órbita que se abre peligrosamente, hasta que encuentra el camino y emprende el regreso por el borde de la respiración.

Cuando mi amigo volvió de su viaje me contó que los Piojos le habían regalado un muñequito –¿vudú?– de James Brown a Charly García.

Me acordé del guitarrista de la banda que murió en un accidente en la ruta. Decían que era un rufián melancólico, un poco discepoleano, y lleno de pasiones tristes. Decían también que era amigo de unos viejos que jugaban ajedrez con la muerte. Pero la parca es turra y endiablada como una pesadilla y un tango que viajan en el mismo asiento. Y un día le tocó a él.

La idea del “Tercer arco” contenía un nuevo lugar donde hacer goles. Era un arco para inventar canciones y meterlas debajo de tres palos sin red, y festejarlas en un grito silencioso, como el cuadro de Munch. En este juego no había offside, ni jueces, sólo amistad y soledad. Era algo semejante a un edificio ruinoso donde se escuchaba sólo el silbido del viento de la infancia: un chico que rebotaba una pelota contra el almacén de la esquina, contra la jeta de un sapo que se hinchaba y explotaba con sangre de gelatina verde, un rubiecito en cuero que preparaba un arco y flecha, y le disparaba a unos indios escondidos detrás de unos tapiales en su imaginación.

Los amigos son los que conocen nuestros verdaderos gustos, esas cosas simples que nadie más sabe. Como frutas, colores o países. Y son quienes saben quiénes somos en realidad.

En esos días también escuchaba mucho la radio. Más que nada AM, aunque no le prestaba atención a los locutores. Me gusta lo monótono de sus voces y el eco de los grillos que entraba por la ventana. A la noche me cocinaba arroz o pollo, o una combinación pobremente preparada de las dos. Leía “Cartero” de Bukowski. Hacía yoga para intentar reconvertir el silencio que reinaba en la casa en un karaoke con forma de arco y flecha, que fuera como un gol-zen que entrara en el tercer arco de los sueños. Estaba insomne, y pasaba las noches desvelado, chocándome los muebles –en bata, una marrón de mi amigo, llena de pelos de perro, y de manchas de café y salsa– y yendo de la cama al living, y del living a la cocina, y después a la computadora. Terminaba mis noches –o las noches terminaban conmigo, porque no eran mías, nunca lo habían sido– en la mesa del comedor. Con el cenicero como un volcán repleto de colillas de cigarrillos, que eran un recordatorio del fracaso, y de la vanidad de mi fracaso. Quizá la posdata era esto último que dejaba para el resto de noche: esa parte luminosa, que brillaba como un hueso afiebrado. Porque lo que hacía era eso, durar hasta ese momento en el que intentaba escribir –sin éxito– una carta para mi padre. El resultado era el mismo, invariablemente, porque siempre llegaba al mismo punto. Y cuando estaba por terminar la carta, la arrugaba y la tiraba a la basura. En el jardín de todas las cosas perdidas, no dichas, no verbalizadas y que el cuerpo absorbía como una chimenea o un horno a leña. El carbón nunca iba a ser diamante. Y yo no había encontrado mi tercer arco, pero sí una tercera dimensión llena de proyectos dispersos, olvidados en los suburbios de mi mente, que eran como fósiles, palabras que parpadeaban una última vez en la pantalla del sueño antes de desaparecer.

 

Ilustración: Martín Vega


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