La guerra de los ceros


Por Javier Fernández Paupy




       (Adelanto de Un agujero lleno de basura, de inminente publicación por Ediciones del trinche)



El audio del viento

Había un pedazo de luz debajo de la puerta. Y una ópera errante que quería entrar. Había, también, un juguete asexuado y una franja nueva de indeterminación que lo imaginaba. Era como una R que bien podría parecer de lejos una A. Después estaban los nombres de las calles de los lugares donde viví. No sé bien qué pasaba con esos nombres. Pero estaban ahí. Sobrevolaban el decorado de mi biografía. Y había, además, en la punta del segundero, un instante que se mantenía intacto en el recuerdo. Era, ese momento único, como la música más tranquila del mundo. Era algo. Una canción que se repetía como en una copia de bajísima calidad. Como todo lo que hice sin darme cuenta. Era una única cosa. Una sola y única cosa. Repetida y repetida. Y así. Era como una forma de la réplica. Yo hubiese querido hablar de mi juventud. De la historieta social. De las semanas que empezaban, una y otra y otra vez. Con o sin sentido. Inmotivadas o no. Yo quería hablar del péndulo de las preguntas. Así empezaba esto. Y con el viento detrás. Como una musiquita de fondo.


Hasta llegar al cielo

De una pipa de madera aspiré humo recién hecho. Lo hice para despabilarme. También repetí las palabras que alguna vez había escuchado de alguien. ¿Qué eran? Una partícula de aire que había estado volando entre miles de pedazos invisibles, hacia lo insondable del éter. O, quizás, un amigo que me decía que Dios no era más que un sobrenombre del caos. Alguien que, con un conjunto deportivo y una visera, con unas Adidas camufladas y un par de sedas, sabía más de mí que yo mismo. Una persona mayor que me decía: «Mirá, pendejo, ahora la galantería es machismo». ¿Tan clara la tenía? Sí, y yo juntaba una semilla de lino tras otra. Pensé que estaban secas, que tal vez estarían muy secas. Pero no. Tenía una remera gastada. La usaba para todo. Mi generación era misteriosa, aséptica, absurda. La vida a veces tenía eso. Muchas cosas a la vez. Una y otra posibilidad y otra y después otra más. Todo a la vez. La ciudad donde vivía estaba enferma. En cada pensamiento, una huida. Y yo me perdía por las calles de un barrio que no era mío.


Una idea de pueblo

Noche y día pasaban sobre un cartel. Había un escorpión tatuado en la muñeca de un electricista. Y bares y calles y semáforos y puentes. El trabajo hidrataba las chapas de las carrocerías y los toldos al costado de la autopista. El ganado estaba siendo mutilado con precisión láser. Yo fui testigo de esa desgracia. Vi cómo una puerta pateó a una chica. El dulce niveló la melancolía de una persona triste y apagada que dormía en la esquina, entre cartones y trapos sucios. Quizás ese mendigo se llamara Ezequiel y tuviera mucho para olvidar. Química, obviedad, contactos. Estaba viendo la vida con los ojos de la muerte. Él amaba desesperadamente a la vida. Y como la vida terminaba con la muerte, entonces también amaba a la muerte. ¿Era la primavera más paciente que las personas? Quizás las nuestras fueran vidas paralelas. Adentro de una habitación adentro de un edificio. Íbamos por un camino, sin mirar atrás. Todo, todo nos decía algo. ¿Pero qué? Era muy confuso. No llegué a entender nada. Ruido de avenida. El perfume del verano otra vez en mis pupilas. Los malditos mosquitos del insomnio.


No querría entrar en detalles 

Esa mirada suya, borrosa, diciéndome algo que ya nunca podría saber, algo inefable, algo olvidado para siempre. Era urgente y sentí que se agachaba para decirme: «Vamos, no tengas miedo». ¿Miedo? Si no tengo nada. Yo quería quedarme pero me iba, dando vueltas alrededor de ninguna parte. Pensando, pensando, pensando en las cosas que no existían. Era joven y buscaba respuestas para preguntas que todavía ni siquiera había formulado. Y aunque lo imprevisto reinara había cosas predecibles. Como que el progreso siempre iba a ser para el saqueo. Como una descripción del amanecer imperecedera. Ahora aparecías en mis sueños. Tu energía me volvía por las noches. ¿Qué me querías decir? Nada. Tantas cosas no te dije. ¿Quién dijo que eso estaba prohibido? ¿Qué era lo que estaba prohibido? Nunca pude hablar de esto con mi padre.


Días de pensión

Un niño se encontró con el fantasma de su amigo. Manías civilizatorias, legales, la guerra nuclear, desastres telúricos, el terror y la soledad informática. Pero de eso no hablaron. Casas azules con salones de baile donde personas que estaban muertas todavía conversaban. Terrazas, construcciones, ventanas desde donde se veía un jardín, una puerta, un reloj de mármol negro con incrustaciones de bronce. Ahora no hay nada. ¿Y los poderes del yoga? ¿Y los cueros y la carne con que se indigestaron esos animales rastreros? El espíritu de una casa pervivía en una bolsa con panes adentro. Era también el destino de un país y el porvenir de una nación entera. El encendedor tenía poca vida. Había ricos y había pobres. El mundo era así. Además, existían siempre dos incertidumbres, las que se podían soportar y las que no. Como los consejos nebulosos que una anciana profería antes de morir. Había momentos para cada cosa. Yo me propuse reparar los males provocados en los demás. Pero sin disculpas. Iba a reparar el daño emocional hablando con gente rara sobre mi percepción del mundo. Y así, pude ver toda esa rabia que hacía cómplices, entre los rotos, a los vendedores y a los vendidos.


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