Adelanto de Mateo Chincue, novela de próxima aparición

Por Andrés Cottini

                                                                              


A la ninfa culeadora de Villa Insuperable la conoció en un bar. En realidad no era un bar. Como de costumbre, los martes por la noche salíamos por Boedo, comprábamos un par de vinos y pateábamos sin rumbo. Usualmente, esas caminatas eran los jueves y terminaban en alguna fiesta donde nadie nos había invitado, pero Mateo había conseguido laburo: sereno en una fábrica de zapatos. Así que siendo martes, la probabilidad de fiesta disminuía considerablemente. Al punto tal que ya ni las buscábamos. En aquel entonces, mi amigo estaba obsesionado con el supuesto diario secreto de Pushkin. Lo leía una y otra vez. Eran comunes sus crónicas jugosas de encuentros ultralibidinosos con un abanico epidérmico y racial admirable. Se jactaba de interactuar con vaginas de distinta procedencia y que todas tenían ese algo. Me instó a oler, a meter la nariz, a morder aquella misteriosa hendija. “Para hacerse oír, mi amigo, hay que estirar la lengua”, me repetía. Afuera alguna mujer siempre se retorcía. En sus relatos, en un árbol en el que se detuvo a orinar en la calle Yapeyú, vio un naipe cortado en varios pedazos. Lo revolvió y lo identificó: una sota de palo. Me llamó desde lo lejos, me acuerdo. Habíamos discutido por unas estúpidas figuritas del mundial ‘94. Por Valderrama. Me mostró el pedacito representativo del naipe. El árbol estaba frente a una vieja y destartalada puerta entreabierta.  Con un cagazo padre entramos y caminamos por un pasillo inundado, con colillas de cigarrillo y luz mortecina. El pasillo no tenía puertas a la vista pero en un momento siento un terrible golpe en el pecho. Y Mateo, con una emoción contenida hasta el llanto me dijo: Escuchá...Sí, sísí. ¡Música! De la emoción nos abrazamos: una fiesta un martes por la madrugada en un antro secreto...
Existía tal fiesta. Oscurísima, vale decir. Al final del pasillo, una casona lúgubre. Alta, grande, antigua y destartalada. Había gente disfrazada y se escuchaba un punk despeinado. En la entrada, una mesita con vasos de plástico blanco de café y unas cinco botellas de vodka. Pésimas. Algunas ya estaban vacías. Llenamos dos vacitos, los tomamos de un sacudón, golpeamos la mesa al terminar y cada uno tomó su rumbo.
Amanecí con una pinza apretando algo en el centro de mi cabeza. En un sillón desconocido y solo: no fue la primera vez. Pero más allá de apuestas y algunos besos, mi noche fue, dentro de todo, normal. A Mateo lo vi salir corriendo temprano. Con una mujer. Por varios meses perdí su rastro. No hablaba. No respondía los mensajes. Había sido abducido. Otra vez. Mis ojos lo habían visto corriendo entre la gente, con la lengua fuera y agarrado de la mano de una bella mujer. Algunos meses después, me escribió:

Querido hermano,
Cuando nos separamos esa noche, entré en una de las habitaciones del tercer piso. Aturdido por la música cierro tras de mí la puerta. Y ahí la encuentro a ella. La luz exangüe hacía emerger un oasis perfumado en medio del caos. Sentada en el piso y lejos del ruido. Frente a una mesita ratona, cubierta con un paño de terciopelo azul, un mazo de tarot y unas velas encendidas, estaba ella. El aire pesaba por el intenso incienso y sonaba música hindú. Espesa. Lenta y como si estuviera llena de campanillas tintineantes y cientos de voces angelicales. Y viscerales. Todo mezclado. Ella llevaba un pañuelo amarillo en la cabeza al estilo africano. Dubitativo, me acerqué. Sin mirar me dijo: “Sabía que ibas a venir”. Se llevó las manos a la cara como parte de una extraña sorpresa esperable. Estaba a 5 o 6 metros, hermano. Había poca luz. Sin embargo, conseguía distinguir hasta las atigradas hebras de su iris amarronado. No lo vi pero seguro mi entrecejo era un retorcido huracán visto desde un satélite. Después fue hipnótico. Me deslicé hacia ella. Con lentitud y sin poder dejar de mirarla. Fue como si
“Sentate”, ordenó y mezcló el mazo. Me pidió que cortara y sin que yo le dijera nada, comenzó a narrar una especie de mensaje robótico que se mezclaba con el sonido del constante deslizar de los naipes. Su voz era suave pero imperativa y con una cadencia casi neutral. Fue una cosa así:
Bienvenido al mundo, dice. Algo de lo que venías buscando, lo has encontrado, dice. Es el momento de lanzarse sin miedo a la inconsciencia pura. Vas a sufrir, dice. Pero has hecho un pacto con el gran sacerdote, dice, y te llevará así a sortear un sinfín de éxitos aparentes y fuertes fracasos, dice. Al final, un enigma te mantendrá alejado y solo. Morirás, dice. Tal vez algunas veces, dice. No temas. Debes seguir avanzando. No te sientas solo. Lo estás, dice. La luz te atraviesa, dice e ilumina a quien beba de ti”.
Ahí mismo, ella soltó el mazo como si hubiese recibido una descarga eléctrica. Me tomó de la mano y me llevó a un colchón de doble plaza que había en el suelo. Más sahumerios. Tanto humo había que rápidamente terminé intoxicado sin entender si estaba parado o acostado. Desnudo. Me dijo que me relajara o algo así y por aproximadamente 4 horas, hicimos el amor sin tener orgasmos. Sin siquiera comprendía dónde terminaba un cuerpo y empezaba el siguiente. Si estaba adentro, afuera, arriba o abajo. Nunca cerré los ojos sin embargo no había mirada alguna. Había una especie de cordón umbilical etéreo entre nuestros mirar. Sus ojos, a ese punto, se tornaron amarillos. Mientras hacíamos el amor, me habló. Me contó una historia. Dijo que nos conocíamos de otra vida. Te escribo sólo porque estoy esperando que vuelva. Son las 2 am. Supongo que en breve volverá y así como esté esta carta, te la enviaré. Te decía, empezó a decirme que nos conocíamos en otra vida. Nunca me pasó esto. Ella hablaba y yo. No sé. Obedecía. Como si la escucha fuera simple. Algo de maternal. Con su decir hacía y se proyectaba dentro de mi cerebro las imágenes de su relato. Y dentro de mi boca, los sabores de su relato. Y a lo largo de mi piel, las sensaciones de su relato. Había desaparecido eso que me defiende de lo delirante. Ese miedo congénito. Esa retaguardia expectante. Otras vidas… rápidamente comprendí que creer en ellas o no hacerlo, implicaba la misma dosis de metafísica.
Había un campamento. Una tribu, mejor dicho. Cerca de un río. En un valle fértil. Desde lejos se veía el humito y se sentía el repetitivo tac del hacha en la madera. Yo era un joven de familia pobre en la antigua China. En aquel entonces, para ser funcionario uno tenía que saber escribir poesías. Mis padres habían especulado con enriquecernos y me enseñaron a escribir. Entonces, cuando el Emperador Tang y sus plebeyos iban a estar cerca del poblado, mi padre me llevó para acercarle un poema que había escrito. Nunca un pobre se acerca al emperador por lo que ni siquiera cerca estuvimos. Cuando regresamos al pueblo, mi padre dijo que Tang había recibido el poema y que se había sorprendido tanto que lo iba a guardar en el gran libro de poesía imperial. Bueno, al poco tiempo, el jefe del poblado me enviaba a visitar los pueblos y llevar mercancía y mensajes. Ahí la conocí. Era pretendiente de un alto funcionario de la corte. Nos enamoramos. Nos escapamos. Recorrimos a caballo durante cientos de kilómetros. Atrás había quedado mi pueblo y su pretendido. Hasta que un día, ya afincado en otro hermoso valle, el pretendiente la encontró. Nos encontró. Frente a sus ojos, mandó a que cada soldado... De no conseguir la dificultosa erección, podían utilizar una rama de un árbol. Durante días me violaron una y otra vez. Una y otra vez frente a sus ojos ya sin párpados.
¡Basta!, le pedí. Esa historia ha quedado atrás, aseguré con dolorosa solemnidad. Llorando nos dimos cuenta que seguíamos haciendo el amor. Gimió un poco y me dijo que recordaba el poema que mi padre había intentado entregar al Emperador:
Monedas de oro
Amanecen en el campo
Y son plumas en la noche
Me impresionó su memoria. ¿No ves algo parecido a mi estilo? Creo que mi poesía tiene algo de chino antiguo hermano. Algo de otras vidas. Al principio me llamó la atención que hable de China y me recite un haiku de Japón, pero bueno, quizás se le traspapeló alguna vida...
Hermano, suena el portón. Tengo visitas en la fábrica. Te vuelvo a escribir. Tal vez.

  Foto: Eva Stilman 


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