El secreto del fin del mundo


Por Keki González



Cuando me llené de odio tuve que callarme. Aunque grité demasiado, pero ya era inútil. ¿De qué servía descargarse? No hice nada. Nunca hice nada. No se puede hacer nada para olvidar. Mi veneno era solo para mí ya que no tenía adeptos al plan inexistente de lucha. Un plan de nada, de tirar toda idea por la borda. Olvidarse de los días en que uno fue feliz, de esos trámites de familia y esas ganas de la elección de la soledad, porque uno pensaba que allí había algo. Pero ahí no hay nada, eso, se los aseguro. Ahora lo sé.
Me acuerdo que me vi todas esas películas del fin del mundo. Invasiones marcianas, deshielos, inundaciones con hombres con escamas, un hombre que queda solo con un perrito y zombies. Otro hincha de San Lorenzo que queda solo con su hijo en la carretera y más. En algo me parecía a este último, pero no tenía hijos. Ni perro. No tenía más que un nombre. Eso era peor. Tener una palabra y no saber qué hacer con ella. Ahora entiendo el oficio de los poetas de verdad, y no esos que juntan palabritas en una torre.
Me despedí de los restos y tuve que seguir. Porque me moría. Tuve que alejarme porque ya todo era silencio. Quise hallar al menos una cara nueva, algo nuevo, a alguien. Acá solo había desierto como los de antes. Pensar que en un comienzo esta ciudad era nada. Terrenos baldíos, campos, ruido a pájaros, y viento. Parece que todo vuelve a su génesis.
Para entretenerme en el viaje me armé una rutina, porque tampoco es sano no hacer nada más que estar depresivo. La rutina consiste en leer algo que me haga mal y leer cosas que me hagan bien. Para equilibrar el mundo, el caos; esto.
Comía cosas que tenía en un bolso. Latas de conserva, patés, algunas verduras y más cosas que iba encontrando. Caminaba un poco todos los días de vez en cuando. Miraba a ver si había quedado alguien. Pero nada, che.
No sé si existe Dios, y eso también me lo planteo ahora. Me acordé de Jesús y su Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, pero no llegué ni a murmurármelo en secreto. Tampoco era un buen momento para comenzar, ya que no había nadie. Y en un mundo sin nadie, el pecado es free.
 Nunca llegué a Dios, a su voz; vine sin ella como esos autos que salen sin accesorios de las concesionarias, que luego en la reventa parecen esenciales. No llegué a Él por la fe, sino por la razón o la duda tercerizada, o el miedo atroz a que realmente no haya nada. Y ahora no hay nada.
Un día me harté de todo y agarré un auto de los miles que había en la calle, y me fui al mar. Esquivaba los autos estacionados en medio de las calles, cadáveres, y miles de motos. Cargaba nafta y afanaba algo del free shop, y me reía porque ahora sí tenían sentido esas palabras. Lo entendía yo solo, y me acorde de mis años de purrete cuando mi madre me mandó a estudiar inglés sin querer yo queriendo.
Iba por la ruta, gambeteaba autos y peajes. Paré en Atalaya a ver si quedaban medialunas, y solo encontré cuerpos y algunas medialunas en el suelo. Tan mal no estaban, debían de tener tres días.
Pensaba mientras manejaba. Pensaba en esos años que quería salvar el mundo y no sabía ni por dónde empezar. Criticaba a los demás sin saber nada de nadie, de cómo los golpeó la vida. Y me dije: “¿De dónde me había nacido esa idea?, ¿quién me la había puesto en la cabeza?”. Eso de la crítica al otro. Y me respondí: “pasé toda mi vida con el enemigo. ¿Qué querías?”, me dije.
Llego al fin. Esto que pretendo es un nuevo nacimiento. Ya no soy él. Ya no necesito de él. De ambos “él”. Ese que hablaba de los demás. El que se metía en la vida de los demás. El que quería –¿con qué derecho?- ser un juez de qué está bien y pretender que todos vivan como uno dice. Ahora no hablo mal de nadie, porque no hay nadie.

Así que mi plan era el siguiente: Si no vivo como digo, estoy muerto. Esto chocaba en mí. Me hace serme franco, en fin. Es la hora de comer. Voy a parar en ese McDonald’s y a cargar nafta de paso. ¡Uy! Mirá qué lindo auto, siempre quise tener uno de esos. Me mudé de auto. De un Peugeot pasé a un Audi TT. Una nave. Pasé las cosas al baúl. Agarré algunos CDs y seguí. Vi un Citroën 3cv estacionado. El autito de mis sueños. Pero seguí. Ya no entraban ideas del capitalismo y socialismo en ese mundo.

¿Por qué un hombre elige la nada? No lo sé. Y tal vez es como dice Faulkner, en realidad estoy eligiendo la pena a nada. Pero la nada, al tiempo, es todo. Fue todo, es todo.
Ese todo vino a mí en forma de una mujer. Tal vez todos pagaron esos platos rotos. No sé.
¿A qué aferrase si ahora es todo silencio? No sé por qué pienso esta cosa. Nunca me dio para filósofo. Y ahora que estoy solo, lo único que hago es pensar. Estoy frito desde entonces. No sé cómo apagar a la máquina de pensar en...
Era –soy; no creo que uno se despegue tan fácil de lo que es– de esos que querían la libertad. Pero al tenerla, se cagó de miedo. El síntoma es el dolor en el pecho. Peso también, mucho peso. Sentirse perseguido por nadie.
Que nadie es todo. Unos cazadores de la noche que vienen por mí. Que se termina todo. Pero no. No pasa nada. Y el castigo es éste. Los días iguales, llenos de igual nada.
Ahora no existe el tiempo. Hace días que no tengo reloj, ni uso el almanaque nuevo que me dieron en la panadería para fin de año. Pienso en los errores y en años de felicidades; y de cómo después vino el abismo.
Ahora que estoy solo tampoco me atrevo a nombrarla, porque ese nombre me da dolor. Cuando fue tarde, y ya no esperé socorros, sino que se selló un muro de Berlín para mí solo de 4 x 4. Y mi mundo, ese que tal vez hubiera dado la felicidad con tener un hijo prematuro, sin pensarlo, y que la vida se amolde a él. Pero no, no sé si vale la pena recordarlo. Ya no, no existe ese mundo. Ese mundo puso su fin en mí, en mi cara. Y fui el único sobreviviente. Lo soy. El zombie soy yo. Ahí empezó todo.
Las ficciones lo explican mejor, así quedó el mundo de vacío. No hay nadie. Calles y silencio. Ya no me sirve recordar. Ya no quiero recordar, pero la vocecita en mi cabeza no se apaga. No me animo a pronunciar el secreto del fin del mundo. Ese que lleva tu nombre.


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