Nuestra verdadera sangre, por Agustín Caldaroni



 Por Luciana Fernández



Para entrar a saco en el asunto, como creo que corresponde a nuestro aristocrático mal gusto, y evitar así los aconsejados merodeos por las anfractuosidades de los rasgos circunstanciales –cuyo elevado culto compartimos en juicioso silencio–, decir que lo que se impone en los relatos de Nuestra verdadera sangre no es ni el presente, ni la generación, ni el nuevo paisaje urbano, las nuevas condiciones de vida en común o demás astutas chucherías a la usanza, sino más bien la simple y dura fascinación por el otro. Pero ese otro de la fascinación no es ciertamente el otro plano, liso, lejano, meramente paisajístico, que compone el catálogo esterilizado del bien liberal, sino de alguna manera el otro de los propios, de la tribu, el otro al que nos une una forma de fidelidad y una gama de rituales compartidos: esos seres infectos por lo nuestro. Los héroes que Agustín Caldaroni pone en acción son cualquier cosa menos campeones del estilo new age, profesores de vida macrista, entusiastas del zen de cutis blanco, autonomistas a la Kant o estirnerianos a la que te criaste. Tanque para Glauco es el otro excedido que representa a la épica y a la vitalidad sin cálculos. Es entrañable e intrépido, tan abusivo como generoso. A su vez Glauco es para la chica que toma la voz en el segundo relato ese otro insoluble y medular, igualmente heroico e idealizado como fosco y no amortizable, hincado en la amistad y el amor. Chele es para Iván también una íntima equis de tal suerte, aquel cuyo embrujo lo induce a los ritos adolescentes de iniciación (Iván teme ser “un burgués sin sangre” a los ojos de Chele). Esa relación hechizada entre dos en la entretela sinuosa y quebradiza del grupo parece el eje de cada uno de los cinco relatos en los que la amistad de los protagonistas aflora dotada de la desmesura del amor sexual, del amor pasión, y las relaciones amorosas –Berta y José, Glauco y su compañera– son a la vez otra forma de esa amistad inmoderada o cuotidiana y tenuemente trágica, descrita como un juego sacrificial siempre más en roce con el desastre que con el rédito individual. Del otro lado quedan los personajes como Ángelo, el cineasta, un canalla y vividor cultural, que abaraja las peores taras del conchetaje antisistema o del almabellismo contestatario oficial. Nuestra verdadera sangre despliega contextos sociales apenas distantes del presente, situados en una infancia una adolescencia y primera juventud cercanas al tiempo actual, con una geografía política común, y una idea viva de territorio más bien, evocado y acaso amenazado: los barrios fronterizos del suroeste de la Jauja de espanto que ahora llamamos CABA, espacio vital donde pudieron tomar curso las redes vinculares que urden la fragmentada trama. ¿Pero cuál será la tal tropa abismada y en candente tiesura interna? Según el improbable autodiagnóstico de uno de los personajes podría tratarse de una fracción de una “clase media baja” sorprendida entre “los negros” y “los rubios”, amenazada por lo alto y por lo bajo; y será acaso sobre ese tablado tripartito que el autor le da una vuelta original y castaño oscura a la escena perenne de El Matadero echeverriano. La civilización occidental –es decir, el saber de sus castas ilustradas– se ha izado desde los orígenes en este punto, tengo para mí, sobre una frase desprendida de un párrafo de la Ética Nicomaquea de Aristóteles: “amigo de Platón; pero más amigo de la verdad”. Principio que es radicalizado –caricaturizado más bien– por la inestable y  burlona vía de la chreia, la anécdota biográfica –suerte de antecedente clásico y extraoficial de la vagarosa escolástica de la sospecha que dominó el siglo pasado–, en la supuesta  instancia del lecho mortuorio del de Estagira, que le habría arrojado a sus impávidos leales: “Amigos, no hay amigos”… El texto caldaroniano, a riesgo de imputarle a un mero título excesivas potestades y demasiados atributos, podrá leerse como una parábola que carga contra tal escisión primigenia entre amistad y verdad, a cambio de apelar a aquello que reclamó Nietzsche en el ejercicio de la escritura: la sangre; o como diría aquel de cuyo nombre no quiero acordarme, “los caóticos ídolos de la sangre, de la tierra, y de la pasión”, perseverando en un contexto histórico en el que prima facie holgarían como aparejos museológicos. En Nuestra verdadera sangre en fin, y en general en la abigarrada y porosa literatura de Agustín Caldaroni, los héroes y los villanos no están encriptados con disimulo; Caldaroni es –se lo podrá decir con toda impunidad, cargando contra prudencia ad hominem y simulando que deducimos un autor de los destilados de sus narradores– un escritor moral; más aún: un esteta moral (aunque este adjetivo incriminado es más bien de rango hegeliano, del gremio de la Sittlichkeit). Nada hay en él de la neutral fe en el presente de aquellos que lo testimonian con antisepsia de escalpelo sociológico, sino la toma de posición por una estética de la existencia de sentido épico, adjunta a una ética de lo común. Y su herramienta de trabajo es un realismo que hace del lenguaje más un problema que un atajo para abordar al amancebado objeto, o de la lengua un medio que se enfiesta en fin. Se trata de una roña alada después de todo, y no de la utilitaria suciedad rastrera de la tramposa eficacia narrativa. Aleteos con olor a rancio que excitan una memoria involuntaria de las más variadas trazas ancestrales de las literaturas, que con provocador anacronismo rondan fantasmagóricamente. Desafío para un lector corriente tendido de manera muelle sobre la gastada llanura contemporánea, acostumbrado a los inermes parricidios de los idiotas de familia, o a los escenarios apagados y suspicaces o aprensivos y enclenques del nuevo minimalismo urbano. Muchos de sus contemporáneos llevan esa carga como un fardo del que se quieren desembarazar como si se lo hubieran impuesto en calidad de obligación. Agustín lleva esa pesada herencia como un blasón, o más aun como un don al que hay que trasuntar en extraño porvenir, al que hay que poner a prueba de cara a lo real. Parto a mi domicilio apurada; retumba ahora en mi cabeza feminal, no sé por qué, una antigua expresión uruguaya: Toute l'eau de la mer ne suffirait pas à laver une tache de sang intellectuelle

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