¿Y por qué no no-filósofos?




El odio a la filosofía es un entretenimiento común incluso entre los mismos escolares y dómines de la materia. Jean-François Revel fue un dilatado profesor de filosofía y no un empleado bancario. Cierto que su perorata lo inscribe sin cargo como vitalicio del club de la sofística del siglo XX minuciosamente vilipendiado por San Alain Badiou. Podemos tan campantes indexarlo como un ironista liberal ya de izquierda o de derecha, y ello no lo eximirá de manera necesaria de proferir ciertas gracias que pueden fungir como provisorias verdades del día o aparentes revelaciones diagnósticas. Como tantos otros filósofos le ha puesto el ex libris o el autógrafo a una pregunta puntual; entre nos es recordado por la siguiente: ¿para qué filósofos? Pourquoi des Philosophes ?, así se llama su obra de 1957 que tesifica que la filosofía hubo dejado de ser la disciplina de la liberación para convertirse en “esa letanía beata de fórmulas procedentes de todas las capas del tiempo y de todos los recovecos del espacio”, y hubo dejado de ser la escuela del rigor a cambio de elevarse como “el refugio de la pereza intelectual y de la cobardía moral”. Según Revel los filósofos nos enseñan en general cómo comprender sus propios sistemas, en vez de enseñarnos a comprender. Este probable vicio narcisista-autístico –más bien parece un abuso– comporta una manera de practicar la filosofía cuyo orto es “una especie de satisfacción estética” caprichosa y no aconsejada por el autor, ya que según dice hay satisfacciones estéticas mucho mejores, y la filosofía de acuerdo al uso vigente es quizás “lo más arbitrario que hay” (“Madame Bovary es menos arbitraria que la Ciencia de la Lógica de Hegel”, sentencia). Los celebérrimos análisis de Spinoza o Descartes sobre ciertas pasiones humanas –asegura– son más pobres y falsos que los de la mayor parte de los moralistas dramaturgos y novelistas contemporáneos a ellos: ¿por qué creer entonces que hayan descubierto el principio de todas las pasiones? Además, de acuerdo al rezo de nuestro divertido hater inter pares, los filósofos no pueden resolverse a decir nada sin querer decirlo todo ¡y de inmediato! Cuando un filósofo se propone un programa considera que lo ha ejecutado cabal y felizmente al instante consecutivo. El inventor de tan aciago “estilo” automático-totalitario es René Descartes de acuerdo a Revel; a partir de él bastó con filosofar para ser definitivo, decirlo todo inmediatamente y de la única manera posible. A juicio de Jean-François Revel Platón era aún un hombre que se creía falible (pone por ejemplo que en cierta parte del Parménides asentaba dudas personales acerca del sistema propio). Para despuntar el vicio los filósofos se inventan un hombre de paja como sparring que representa al pensamiento ingenuo: logran así la originalidad con atacar prejuicios inexistentes en base a paladas de ideas comunes que parecen novedades sólo si se las compara con tales falsas obcecaciones. Por lo demás todas las innovaciones filosóficas de las últimas centurias –enfatiza Revel– se deben a economistas, matemáticos, físicos, biólogos o médicos, y jamás a filósofos profesionales. Pero esta postergación tiene larga data, la entera modernidad, ya que a su criterio ni la física estuvo jamás amenazada por Hume ni jamás fue salvada por Kant, porque “la filosofía sólo remite a la filosofía”. A criterio de nuestro autor hay una suerte de pacto filosófico de lectura según el cual el más bruto de los filósofos es siempre sustancialmente más inteligente que el más inteligente de los no-filósofos: “un retrasado mental filosófico, desde el momento en que, pese a su debilidad, profiere vocablos filosóficos, es in essentia superior a un retrasado mental vulgar y corriente”. La universidad y el campo cultural específico deben crear una burbuja inviolable para el filósofo, una malla de protección o cordón policial para evitar por todos los medios disponibles la escena horrorosa en la que un filósofo se topa con un no-filósofo más inteligente que él. Este es el gran miedo del filósofo, más allá del horror vacui de dejar algo sin decir de una vez y para siempre. Se trata de un gremio mafioso y obtuso de hipócritas que hacen creer que la filosofía existe y que esta entelequia está habitada de una continuidad unidad y homogeneidad, cuando ese rótulo vago en realidad es aplicado a un puñado de obras de lo más incompatibles y heterogéneas. La tarea del afiliado, del filósofo, es una ante el colega y otra ante el lego; ante el primero debe demostrar que el verdadero filósofo es él, y ante el profano incorporar al rival interno y fortalecer la muralla corporativa frente la avanzada sacrílega del enemigo exterior. Gremio opuesto al comercial dado que en su local el cliente –el lector– nunca tiene la razón. Una filosofía –imprime el autor– no tiene por qué ser sistemática sino más bien verdadera. En los filósofos al contrario el sistema lo es todo y los análisis concretos constituyen una migaja paupérrima. Revel se empeña en salvar a Sartre (tal como hará con Freud cuando pase el cepillo a los psicólogos), cuyo sistema es tan discutible como cualquier otro, pero los análisis concretos que despliega son tan apasionantes que podrían prescindir del sistema que los apadrina. La bofetada va dirigida hacia los académicos y en especial a los émulos de Heidegger. A éste último lo ve como un proveedor despampanante de vulgatas espiritualistas que emitía juicios sobre la bomba atómica dignos de una matrona de provincia y cuyo método es la arbitrariedad tautológica ejemplar. Al sistema universitario lo juzga como una mediocracia dictatorial y exitista (cae en este brete Bergson, quien apenas elevó la frente sobre este ras en base a un mejor talento expositivo que los colegas de su rancio entorno). Sein und Zeit pertenece al género filosófico porque usufructúa un arsenal léxico y no porque emplee la demostración; es un ejercicio de estilo basado en el coleccionismo de citas y la prestidigitación etimológica que no produce otro discípulo que sus traductores y parafraseadores, con el resultado de no hacer ni buena filosofía ni buena literatura (la buena literatura “habla de la realidad y plantea problemas que interesan a los hombres”). No se trata entonces de comprender sino de aprenderse un argot mágico y sofisticado e identificarse con él e impresionar a cuadrúpedos y literatos. Tal como salva a Sartre y condena a Heidegger, salva a Freud y se ensaña con Lacan, sobre la efigie del cual dilapida oprobios de justa belleza: mallarmeano de barrio y hermetista para damiselas cansadas, verborreico post-existencialista y acopiador de clisés seudo-fenomenológicos, psitacista de eslóganes, grandilocuente, pretencioso, retorcido, regurgitador de un Hegel mal embuchado, bañista insolado por Heidegger y para quien Freud inventó el psicoanálisis para que él le haga retoños a Hyppolite. Está bien –pontifica Revel– fabricarse un vocabulario pero si es a condición de ganar precisión, no de perderla. Si la filosofía ya no se propone sustituir a las ciencias a cambio de una deducción lógica y sistemática total como en los años de Hegel, parece que le queda dedicarse a la Husserl a fundamentar a las ciencias y convertirse ipso facto en ciencia al hacerlo, o más modestamente pensar el sentido de las ciencias basándose en los resultados de éstas, o bien contar la propia experiencia y averiguar el sentido de la existencia de uno mismo pero aplicando un método demostrativo apodíctico y sistemático. Sin embargo los filósofos palpitan el sueño medieval de ser las antorchas vivas de la gran disciplina rectora erigida como conocimiento de lo absoluto y principio de jerarquía de todos los conocimientos y como ciencia y prudencia a la vez. La doctrina se vuelve un objeto sagrado al que se rinde culto y no un conjunto de herramientas para entender la realidad. Ergo la filosofía se convirtió en el reducto fosco de los enemigos de la modernidad, un tabernáculo de alcohólicos trasnochados adictos a la religión y la retórica, “un caso particular de magia imitativa” a manos de charlatanes torpes que se ejercitan en el humanismo hipócrita y el eclecticismo second hand, la jactancia pedestre y la teología; una petición de principio amparada en una concepción religiosa de la verdad. La historia de la filosofía, en consecuencia o para colmo, abandonó la tarea de comprender qué quiso decir una doctrina para estudiar su manera de decirlo, le da lo mismo explicar la teoría del cogito que narrar las casualidades por las cuales Descartes ubicó la comunicación de las sustancias en la glándula pineal, la anécdota y el concepto van de la mano junto a la idea y el prejuicio ayuno del autor o su época. “Se confunde, de nuevo, el problema pedagógico con el problema filosófico, el período en que hay que abrirse con abnegación a una doctrina para comprenderla y aquel en que, una vez comprendida, se trata de ver qué es lo que nos ha hecho comprender. No es una casualidad el que una historia de la filosofía que generaliza el argumento de autoridad pase por ser la única historia sería justo cuando triunfa, en la actualidad, la ‘filosofía de citas’ de Heidegger, quien sólo tiene por discípulos a sus propios traductores o parafraseadores. En una atmósfera intelectual semejante, toda objeción es una incomprensión por el solo hecho de pedir explicaciones, se arroja uno mismo a las tinieblas exteriores y sólo se tiene derecho al desprecio y al anatema.” Revel niega la influencia de la filosofía en la literatura. “La literatura moderna ha sido nuestra filosofía y lo ha sido para los mismos filósofos. Es la sicología de Stendhal, de Dostoievski o de Proust, la que nos sirve para tratar de comprendernos y comprender a nuestros semejantes y no la de Bergson, Brentano, Pradines o Merleau-Ponty. Es en Joyce, en Kafka o incluso en Pirandello donde encontramos los elementos de lo que, para nosotros, más se parece a una metafísica, y no en Whitehead o Heidegger.” Dice que este modus operandi filosófico, que se apropia de cualquier Cézanne o cualquier Artaud como momentos necesarios o embrionarios de la filosofía que detenta el filósofo, más que reflexionar sobre literatura imita sus maneras y reclama sus glorias mundanas. “Resulta curioso que se piense en los filósofos y no en los escritores de nuestro tiempo al leer esta frase de Alberti: ‘Tengo por insensatos a quienes buscan en las letras algo distinto al conocimiento’. Es ‘algo distinto’ al conocimiento lo que buscan hoy los filósofos. Pero no encontrarán ese ‘algo distinto’ porque no existe. Esto lo comprendieron, desde hace mucho tiempo, la ciencia, el arte, la literatura y las ciencias humanas. Pero la filosofía, que tenía la obligación de hacérselo comprender a los demás, aún no lo ha comprendido. Es la única disciplina en la cultura moderna que no ha hecho su revolución.” Sin embargo todo este avatar histórico tiene su otra cara: un cambio radical de hábitos en la vida del afiliado que quizá por sí mismo esté respondiendo a la Grundfrage reveliana. Desde esas comisuras sonrientes de volteriano trajeado nuestro conferencista también se acuerda de los inéditos modales contraídos por los nuevos filósofos de entonces –célebres finados hoy día–, aquella generación que dejó en el pasado eso de acostarse a las diez y vestir como cura seglar, a cambio de los clubes nocturnos y la Costa Azul, las poleras o la corbata Versace, el 0 km, los hoteles cuatro estrellas y los saunas. Los viejos se extraviaban si se los sacaba por azar de la clase o la biblioteca, pero estos frecuentaron el café parisino, las trasnoches al calor del whisky y el jazz, y el instructor de tenis o de baile, cultivaron el arte de poner la jeta en la pantalla de TV y los vernissages, publicaron en los sellos chic codo a codo con los novelistas y poetas, y comprendieron que podían tener amantes como los políticos los artistas y los industriales; una innegable revolución comportamental y vestimentaria en el seno académico o en el campo de las costumbres de los metafísicos. El filósofo de golpe se hizo petimetre, dejó la trascendencia por la fuente de la eterna juventud. La dandificación del profesor y la metafísica Dorian Gray. El marxismo fue tomado por la revolución de la alegría de Nietzsche y su tío Baruch, y la fotogenia se convirtió en prerrequisito de todo discurso emancipatorio-especulativo con afanes de impregnación mundial. La fiesta entró en la ontología y eso de suyo podría explicar la proliferación de los vicios reseñados.
Y así dejamos este traspapelado opúsculo que ya amontona más de medio siglo de pátina, y que detalla algunas taras aún en boga y ciertos abusos ancestrales con secuelas todavía operativas (en particular las concernientes a la historia del ramo, ya que es la mercadería excluyente que circula por nuestros pagos). Cuesta no reírse con Revel, y más cuesta no concederle algunos hallazgos o conferirle en un apretón de manos momentáneo la razón. La filosofía como un goce diletante o como una literatura pésima es un salvoconducto ya bastante inestimable para nosotros, un noble vicio que nos previene de otros peores que mejor no enumerar. Si es un gusto por el error y lo arbitrario algo bueno tiene que tener. Ya querría uno que los demás se dediquen a resolver el enigma de lo que uno escribe o de lo que uno es –para peor– y no el de la realidad misma. A fin de cuentas es tan poco lo que podemos comprender que no está mal inventarse complejidades apócrifas. Si el filósofo promedio es tal como lo pinta, podrá resultarnos un caradura simpático, si tiene algún talento acrobático o donosura fugitiva. Por lo demás, si se es un retrasado mental –nuestro caso–, qué mejor que aderezar la desgracia con pases de mano en jerga o citas de mano en mano. Que el afectado metal se dedique a la glosa en vez de ir al consultorio o hacer esquizoanálisis teatral es un mal tolerable. Se lo aconsejamos incluso a los no-filósofos. Es más: breguemos porque sean ellos los felices actores de tal impunidad y no esa troupe con referato que tan bien sombreaba este denunciante cordial. Que el qualunque exótico –gorila o no– se fabrique su glosario metafilosófico. En fin, nos vemos en la obligación de argumentar cualquier estupidez conclusiva, para mantenernos a raya del liberal inteligente lo mismo que de los criminales tímidos del campo platonista o de esa fiesta del tedio (cette fête ennuyeuse).


Foto: Fabio Crisanti

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