Doctrina sexual en Baudelaire o sobre dos inclinaciones de nuestro lector



En el amor la libertad consiste en evitar a las mujeres peligrosas para cada cual, escribió Baudelaire, que reconoció tres clases de mujeres peligrosas para el hombre de letras que desgraciadamente somos: la mujer honesta –que pertenece siempre a dos hombres y es un mediocre alimento para su alma despótica–, la mujer literata –intento fallido de hombre–, y la actriz –que habla en argot, está salpicada de literatura, y a la que le gusta más el público que el amor. “¿Se imaginan a un poeta enamorado de su mujer y obligado a verla interpretar un travesti?”
Aconseja en cambio dos tipos de mujeres: las putas y las tontas.
A aquellos que se ruborizan de haber amado a una mujer no bien descubren que es tonta, los llama burros y vanidosos que buscan los aciagos favores de las literatas. La estupidez –enseña el maestro– adorna con notoria frecuencia a la hermosura, conserva la belleza y es un tip harto eficaz para evitar las arrugas. Es el cosmético divino –nos dice– que protege a nuestros ídolos de las máculas que el pensamiento nos guarda a los infectos eruditos.
Esta idea, que hoy resultará forastera y susceptible en los tibios salones literarios nacionales, fue sin embargo compartida en cierta manera por Borges, quien de toda suerte nunca fue muy propicio a nuestro bardo (uno dijo que nos pertenecen todas las tradiciones, y el otro aseguró más bien que todas las modas son encantadoras). Cuando Alicia Jurado lo increpó diciéndole que fatigaba la costumbre de enamorarse de mujeres un poco tontas, Borges le contestó: “Es que la inteligencia es siempre comprensible, pero en la estupidez hay un misterio que resulta atrayente.” 
Baudelaire había anotado sobre la misma que es un ser incomprensible porque quizá no tiene nada que comunicar. Cierto, de todos modos, que lo que en Baudelaire era una práctica, en el nuestro sólo quedaba en idea. “¡Nunca pasa nada entre Vd. y una mujer!” le esputó en una carta, veraz según consenso, el irritable peruano Alberto Hidalgo. 
Volvamos al marco doctrinario del vate galo y recordemos que el hombre de talento prefiere, aunque son igualmente tontas, las putas a las mujeres de mundo (sabemos que el casto Borges en este campo derrapó de entrada, y no nos acompañará en el sentimiento). En el amor del hombre inteligente por la tonta hay caridad; en el amor de ese mismo hombre por la inteligente, hay pederastia: amar mujeres inteligentes es simplemente un placer de pederasta.
De una manera acaso peculiar, la de los que frecuentaban los cursos de retórica impartidos por el parisino Satán v. gr., Baudelaire ha sido un autor cristiano y católico; por lo menos un enemigo de los formatos conductuales del protestantismo, del judaísmo, del librepensadorismo, del progresismo y yerbas afines. Queda claro que a su criterio el amor por las intelectuales representa un helenismo invertido, cuyo objeto es un pais de sexo femenino. Por lo demás, no le interesaban las hetairas; la prostituta a la que rinde culto es una mujer rebajada –como la llamaría Freud–: calvas bizcas, gigantas, mulatas, tullidas sifilíticas, pestilentes, besa los pies de esas amantes como un papa lascivo. Para él el dandismo era un sacerdocio, pero en este punto o a esa hora prevalece el monje franciscano o el mero y maravilloso morbo cristiano por sobre el flemático e indiferente. Baudelaire asegura que quienes lo amaron eran mujeres despreciadas y despreciables. “Atrévanse a decir, con el candor de verdaderos filósofos: ‘Si ella fuera menos infame, no sería mi mujer ideal. La contemplo y a ella me someto: sólo la madre naturaleza sabrá para qué habrá creado a una mujer tan increíblemente desvergonzada.
No podrá decirse que Baudelaire se haya negado a ejercitar la versión sufrida del dandi (“¿Qué importa sufrir mucho, cuando se ha gozado mucho?”), ni el dolor de despreciar lo que amamos o el del animal adorador que se equivoca de ídolo. Según un prejuicio que compartimos, un dandi que se precie en el instante del orgasmo sería un eyaculador hierático. En cambio él hizo méritos suficientes para amasar la figura del maldito; en el plano sexual lo que llamamos Baudelaire transita por el sadomasoquismo, el fetichismo, las postergaciones y los parciales malogros, los frutos dehiscentes de la perversión y una amplia gama de parafilias con terato y necro a la cabeza.
Dice que la mujer es el pecado y el infierno. Parecerá –quizá no siempre– que nuestro querido pensó su concepto de “mujer” por oposición a la imagen ideal que proponía de sí: lo contrario del dandi y del aristócrata. La mujer es natural, es decir abominable, así que debe horrorizar; es siempre vulgar. “La mujer tiene hambre, y quiere comer; sed, y quiere beber. Está en celo, y quiere que la monten. ¡Qué meritorio!” Jamás violenta su naturaleza, no sabría reprimirse; así el pecado le resulta tan natural como comer y beber. Y aunque esto no venga a cuento, no olvidaremos que contra los filósofos griegos y contra el siglo XVIII, este señor enseñó que la naturaleza no enseña nada, o casi nada, salvo constreñirnos a dormir, beber y comer, y protegernos del clima hostil, o a comerse secuestrar o torturar a nuestros semejantes. La mujer, de todos modos, es inseparable del vestido –son una totalidad indivisible–: ¿qué poeta osaría al pintar el placer causado por la aparición de una belleza separar a la mujer de su vestido? O como lo dijo uno de a la vuelta: “nunca se llora por una mujer, sino por unos tacos altos y un corpiñito”. Pero al fin y al cabo, quedó dicho, se trata de le contraire du Dandy; en vez de ofrecerse como obras de arte en vida, circulan como vidrieras ambulatorias.
Amamos a las mujeres en la medida en que nos son más ajenas, y por supuesto Baudelaire cultivó el amor por la mujer casada. La amante puede incluso convertirse en hija y hacerle conocer sentimientos de paternidad. Esa ajenidad citada encuentra otro ítem: la apatía gélida de la ausencia de goce, insensibilidad, indolencia, frialdad. Aparecen acá dos frases, o quizá una sola de la que uno encuentra dos versiones muy diferentes: “La femme dont on ne jouit pas est celle que l’on aime” (La mujer que no gozamos es aquella que amamos), y “La femme qui ne jouit pas est celle que l'on aime” (La mujer que no goza es la que amamos). Sartre toma esta última –la más audaz– para insultarlo, diciendo que “le horrorizaba proporcionar placer”. Se trata acaso del “aire gatuno”: puerilidad, indiferencia, y malicia mezcladas. ¿Quién podrá resistir ese combo letal enemigo de las humanas demasiado humanas?
Al hombre y la mujer los ligan el malentendido y el mal a secas (“El hombre y la mujer saben, de nacimiento, que todo deleite se encuentra en el mal”). La voluptuosidad única y suprema del amor estriba en la certidumbre de hacer el mal. Su moneda tiene las caras del desprecio y la adoración. La mujer también es un ídolo que debe ser adorado –un ídolo quizá estúpido pero deslumbrante y encantador– y a la que le asiste el deber de presentarse como mágica y sobrenatural. Adorar es sacrificarse y prostituirse.
El amor –como el arte– es la inclinación por la prostitución. Un sentimiento generoso que acaba corrompiéndose por el gusto por la propiedad. “La prostitución burguesa. Casarse como se va al burdel, desposar en lugar de pagar.” La orgía prosaica o el deber conyugal. Estas dos instituciones, el arte y el amor, que Alain Badiou presenta hoy como condiciones de la filosofía y vías regias hacia la verdad y el acontecimiento, hacen del sujeto para Baudelaire un taxi boy de balde, graciable. Su contrafigura de resistencia, repitamos, es el impasible dandi.
El amor, es decir el victimario confundiéndose con su víctima; casi diríamos: identificándose. La paradoja es que este sujeto quiere conservar las prerrogativas del conquistador. Otra versión asegura que se trata de un fastidioso delito cuya comisión no puede prescindir de un cómplice. Gusto invencible que nace del horror a la soledad, del querer ser dos, de olvidar el yo en la carne exterior, del horror al genio; ya que genio es el que quiere ser uno y por ende estar solo. “La gloria consiste en no dejar de ser uno, y prostituirse de una manera particular.” Esa manera tendrá que ver acaso con el capricho soñador, el ocio ardiente. Prostituirse sin rédito alguno, por amor al arte y al amor, es decir a la prostitución misma. Nada que ver con la fornicación; el amor es prostitución: querer salir de sí; fornicar es aspirar a entrar en otro, que no es lo mismo, es “el lirismo del pueblo”. La cópula se asemeja mucho a una tortura o a una operación quirúrgica. En cambio “el artista no sale nunca de sí mismo”. El artista, ergo, el hombre de genio, cultivaría los protocolos variopintos del goce preliminar. 
Mucha agua ha cruzado el puente desde Baudelaire hasta nosotros, decir para finalizar; tanta como para sentar sospecha acerca de la tontería de las tontas y de la inteligencia de los inteligentes, gentas y gentos, del arte de los artistas y del genio de los genios. Lo que ayer fue un lugar común, se va volviendo otro sentimiento. Por supuesto, y por lo demás, que nosotros también estamos del lado del criterio; nos horrorizamos, nos indignamos a su debido tiempo, y nos acomete con vehemencia calculada un profundo anhelo de denuncia. No podemos entender –nos resultará ello intolerable– cómo estos nefandos adminículos de una sociedad perimida y sepultada siguen mostrando su jeta insolente en las verdulerías de saldos y usados que prosperan por nuestras arterias, o en coquetos relicarios ahítos de pocket books que engalanan los mostradores de nuestras boutiques. Nos queda rezar por la Universidad argentina y pedir –llegado el caso– por los dos derechos humanos fundamentales, el de contradecirse y el derecho a irse. Pero toda contradicción se ha convertido en unidad. 

Foto: Fabio Crisanti

Comentarios

Publicar un comentario