Del diario íntimo como imposible o de la literatura como inexorable
(Epílogo
a mi autobiografia no autorizada o a las memorias del idiota desconocido) (*)
Por Manuel Di Leo
“Es posible que pronto no se escriban más que
diarios, juzgando todo el resto no potable”, escribió Musil… en su diario.
La literatura puede ser tranquilamente un
efecto de la imposibilidad de escribir un diario íntimo. Uno encontraría en esa
circunstancia definitiva su más cabal origen mítico. La experiencia de
reconocer al género confesional como inexorablemente circunscrito y supeditado
al género ficcional, condena al escribiente a desbarrancar por el embudo de la
literatura. No hay parresía que no se doble en retórica. No hay manera de que
lo confidencial no sea simplemente una perspectiva, un punto de vista, y por lo
demás interesado, sospechoso, encubridor y astuto. La trampa que un animalito
moribundo no obstante llega a tender, aunque más no fuere a sí mismo. Si la
autobiografía fuera posible, la literatura no tendría razón de ser. Cada cual
diría su verdad y punto. Pero como cada cual dice su mentira, la literatura
existe y el diario íntimo y la autobiografía no. Así juzgada, la literatura es
fatal, y la ficción ubicua. Ese supuesto sujeto cognoscente, esa alma bella
declarante, de su inocencia o sus culpas, venturas penas odios o amores, ese
vigilante persiguiendo a un reo que es él mismo, no puede dejar de ser jamás,
desde la primera línea, narrador y personaje.
Una experiencia de sí, la descripción de
una vida, en fin: si el objeto es el autoconocimiento, se concluirá que este
tipo de escritura primaria o primigenia tiene una finalidad científica,
filosófica: procurar un saber o un conocimiento. ¿Es necesaria la ilusión
autobiográfica para conocerse a sí mismo? ¿Y si hubiera más chance de pescar
algo de sí intentando un poema una crónica una novela o una monografía que
escribiendo un mero diario íntimo? Con toda evidencia no basta la máxima
socrática para dar razones de ser al diario íntimo. Como cualquier otra forma
de escritura –otro género–, podría ser utilizado tanto para conocerse a sí
mismo cuanto para ignorarse a sí mismo. Tanto para ejercer la sinceridad cuanto
para enmascararse, disimularse, fabular sobre uno mismo. “Toda literatura es autobiográfica”, escribía Borges. O mejor dicho:
ninguna lo puede ser jamás.
Cuando uno descubre que no es posible
conocerse a sí mismo sin inventarse a sí mismo, es más: sin inventar sobre sí
mismo, se vuelve “escritor”. La condición para ser escritor no es tener una
obra sino ser una obra. Si hubiese podido escribir un diario así como así,
jamás me habría convertido en “escritor”, jamás habría ensuciado mis nobles manos
con ese lodo putrefacto. Desvelado por conocerme pero condenado a fabularme,
tuve que manotear de ahí, tuve que fingir literatura, rapiñar recursos, montar
escenarios, mezclar estilos, prodigar citas, bocetar argumentos, condensar y
desplazar, hacer uso y abuso de metáfora y metonimia.
Para que el mero diario sea operante,
tenga crédito, funcione en el sistema simbólico y circule socialmente como tal,
es necesario que pase por no ser literatura. Existe ese sobreentendido básico
para que camine el pacto de lectura presupuesto. Se trata por cierto de una
tregua, de un compromiso, un como sí. Para que esto ocurra, se deberá admitir
que la literatura es un género opcional, una forma discursiva posible pero no
necesaria.
¿Por qué los escritores declinan ante el
diario, por qué caen en ese pálido y terrorífico lujo? El diario íntimo es
quizá la recompensa final del escritor triunfal. Deberemos pensar que muchos
escritores se han inventado como tales y se han impuesto la realización de
novelas, poemas, ensayos, tratados, una obra en fin, para que les sea conferida
la posibilidad de entregar al mundo un diario íntimo, una autobiografía. Es el
precio que hay que pagar.
En su diario Robert Musil escribe acerca
de “la alegría de ser mi propio historiador
o el sabio que observa su propio cuerpo en el microscopio y se regocija al
hacer algún descubrimiento”. “¡Algo
que –agrega–, por una vez, no tiene
nada de afectación! Uno se acompaña a sí mismo”. A eso le llama “la voluptuosidad de estar solo conmigo mismo”,
“la horrible voluptuosidad del
aislamiento”. Cincuenta años después Gombrowicz demostraría que se puede
escribir un diario rotundamente ajeno a esas preceptivas: un auténtico diario
éxtimo, organizado para confirmar, justamente, la imposibilidad de que pueda
hacerse algo por una vez sin nada de afectación. El diarismo como un ejercicio
teatral, un circo de la soledad y el aislamiento, una carpa montada en el
cuarto propio, o mejor en el cuarto impropio: una indigente pieza de pensión de
un barrio porteño. “El escritor es una
pasión del Otro” enfatizó su más certero discípulo nacional. “La incomparable intimidad del orgullo”
es en efecto una hórrida voluptuosidad del aislamiento donde campea la
revelación del secreto obsceno siempre viciado de afectación y cacareando la
lengua del Otro. El escritor es ventrílocuo y marioneta. Acá resonará lo que
ponía Jean Paul Sartre precisamente en su autobiografía: que se escribe para
Dios o para los vecinos. En lacanés –“dicho
en lengua vulgar” ponía Lamborghini– eso se traduce así: o se escribe para
el Otro o para el gran Otro. O como afirmó en última instancia el más grande
abandónico literario de las letras contemporáneas: “Yo es otro”. El diarista, tal como lo describimos al principio,
como grado cero del escritor, también, como éste, es hablado, por el Otro o por
el lenguaje, como suele decirse; esto es: por la literatura, afectado por la
afectación. Acá el ideal del escritor, de acuerdo al apotegma de Fogwill: escribir para no ser escrito, un ideal
imposible porque quien escribe es escrito por sí mismo, dado que toda
literatura es autobiográfica, vale decir: el diario íntimo es irrealizable,
salvo desdoblado ipso facto como
“literatura”.
Pero aceptando que el diario íntimo sea un
género establecido, definido como extraliterario, se consignará que el diario
habla una lengua de la clandestinidad, y testimonia una condición o situación
de célibe. El diario es el paso a la clandestinidad del escritor y más aun de
la literatura. Es la literatura forzada al ostracismo o la cicuta. Literatura
fuera de sí, fuera de la ley, es la puesta en escena de la obscenidad. La
literatura tras bambalinas, el cuarto propio con una pared demolida (me resuena
ahora la frase de Macedonio Fernández: “soltar
la pared de la física”).
El ex joven Alan Pauls observa cuatro
móviles posibles del diarista: se escribe un diario para testimoniar una época
–coartada histórica–, para confesar lo inconfesable –coartada religiosa–, para
recobrar la salud o conjurar fantasmas –coartada terapéutica–, o para mover la
muñeca disparar los pájaros y ejercitar el oficio –coartada profesional–. Según
el mentado, el tipo de autor que funda el diario es el zombi, el muerto en vida
que vio todo y sobrevivió para contarlo. El tema per se del diario en el siglo XX es el de la enfermedad, escribe
Pauls. El diario suele ser, agrega, “la
exégesis de una catástrofe”. Y suma un detalle que aleja aún más la meta
del diarista de una mera adaptación moderna y posmoderna de la arcaica máxima
socrática: “Ni Junger, ni Pavece, ni John
Cheveer escriben un diario para saber quiénes son; lo escriben para saber en
qué están transformándose, cuál es la dirección imprevisible en la que está
arrastrándolos la catástrofe”. Menos que de contar confesar o recordar se
trata de “seguir un rastro”.
El diario ideal debería insumir la ilusión
del no-género, de escribir sin género, sin esa ley o red. Escribiría así el
degenerado literario. Para escribir un
diario, o bien hay que ser escritor –cosa que no soy–, o bien no hay que ser escritor –cosa que tampoco está a mi alcance.
Para escribir un diario, o bien hay que
ser escritor, o bien no hay que ser escritor. Al que adolezca de esa doble
imposibilidad, es decir a aquel que no pueda ser escritor ni pueda ser
no-escritor, le estará vedada esa forma destinada a los que son escritores y a
los que no lo son, vale decir a los que hacen obra –y que no es su diario– y a
los que no hacen obra, y sin embargo escriben, pero escriben como tales.
Cualquiera que no sea escritor ni aspire a
serlo podría en principio escribir un diario; un escritor, por su parte, suele
adquirir el derecho –y a veces el deber– de escribir un diario, el cual no
forma parte de su obra en sentido restringido, sino en ese sentido lato por el
cual el mismo escritor se hace obra en sí mismo; así sus diarios pasan a formar
parte de su obra en este segundo sentido, oficiando como una especie de entidad
medianera entre ellos mismos y la obra stricto
sensu (nada quita por otro lado que quien no sea escritor –diarista o no–
pueda convertirse en sí mismo en obra,
ya para sí mismo o bien para otros).
Podemos tener el caso de aquel que no
puede hacer que su obra, su
escritura, deje de ser jamás –de manera explícita o solapada– un diario. Y el caso de aquel que no pueda
escribir jamás una página cualquiera, sobre sí mismo o sobre lo que fuere, sin
hacer automáticamente literatura,
aquel que no pueda escribir ni siquiera un mísero diario sin que se le vuelva
–y quizá por ende sin volverse él mismo– literatura, o para decirlo de otro
modo obra. Y podemos imaginar el caso
completo o mixto del que reúne esas dos potencias e imposibilidades. Toda
literatura es autobiográfica y toda autobiografía es literaria. Ese está
condenado a la autoficción.
De manera que si la “autoficción” es
inexorable puede ser adrede o involuntaria, buscada o sólo encontrada (o como dirían
los patafísicos, consciente o inconsciente).
Acaso el cinismo, como filosofía sin
filosofemas o apenas como actitud de alerta denuncia y desenmascaramiento, sea
una forma sempiterna, que en cualquier recodo de la historia se pudo aplicar
como siembra de duda burla o impugnación a cualquier ejercicio de la llamada
parresía –o franqueza– o a todo acto confesional; no obstante después del
psicoanálisis –para el cual la confesión no es el disolvente de “lo reprimido”
(lo son el análisis por la vía de la asociación libre y aquellos baches del
lenguaje llamados fallidos o lapsus)–, y aun después de sus herederos como la
deconstrucción y otros hábitos ético-filológicos afines, queda claro que la
confesión, en su relación con la verdad en general o con la verdad en
particular del sujeto que la ejerce, se ofrece de manera demasiado asequible
como blanco para el fuego amigo y enemigo de la sospecha. Narcisismo,
estrategia de figuración, impostura, megalomanía o auto-punición, la confesión
quedará siempre a expensas de ser “recepcionada” por la distancia cínica –del Otro–. Toda confesión es pasible de una
sospecha doble: su sujeto o nos está tratando de embaucar o bien se está
engañando a sí mismo, o en el mejor de los casos sólo promete una más de las
innumerables versiones de sí que pueda procurar al mundo o al público cualquier
otro vecino. San Agustín y Rousseau ya habían muerto antes de que Nietzsche
naciera y decretara la muerte de Dios, cuyo óbito altera el estatus
generalizado de la confesión y de lo autobiográfico pero no los subroga ni
mucho menos. El pacto o contrato autobiográfico exige la sobreentendida
coincidencia de autor narrador y personaje, una sagrada familia o santa
trinidad caída en desgracia; escéptica y esclarecida circunstancia que por
cierto no ha llevado ni debería llevar a la decadencia o abolición de la
autobiografía, sino que –casi al contrario– indujo al florecimiento alegre de lo autobiográfico, en tanto y en cuanto
supeditado a lo ficcional. Con un tesón que hoy resultará infantil y una
veracidad que hoy resultará consabida, Borges no se cansaba de predicar que
toda literatura es autobiográfica y que todo es literatura fantástica.
Se confiesa –Agustín lo hacía– quien sabe
algo de sí; quien quiera saber de sí algo que no sabe preferirá la escritura
automática, para preguntarle a lo inconsciente, lo cual supondría un triunfo de
la literatura sobre la franqueza como vía de autoconocimiento.
Será más factible encontrar el propio
rostro en la propia literatura que en el diario personal y la autobiografía.
Uno puede inventar un personaje para hablar de sí por interpósita figura,
vender autobiografía encubierta. En ese caso puede ser más fácil dar con el
mito personal que con una auto-revelación. Así como el biógrafo puede ir a la
busca de sí mismo contando la vida de otro, e incluso puede encontrarse con esa
inquietud de sí no queriéndolo, quien inventa un personaje basado en un tercero,
tiene más ocasión para encontrar en ese entresijo entre el prójimo y su relevo
un fragmento de autorretrato.
El pecador dice lo que sabe; pero el
escritor al igual que el neurótico debe decir también lo que no sabe. Y por lo
tanto ser dicho. ¿Ser dicho por sí mismo para no ser dicho por los demás?
Aunque resulten victorias pírricas, la
escritura en cuanto cura autoanalítica, va por lo no sabido y no por lo que
sabe. El psicoanálisis y las terapias al fin y al cabo también suelen caminar
hacia el fracaso y no aportar otro beneficio que la exculpación social o
redención tribal, es decir fungir como un relevo moderno del caducado papel de
la confesión religiosa. Función social del psicoanálisis contraria a sus
principios, un alivio burgués:
despachar devuelta al cuerpo social a un pecador disculpado.
Siempre hay un “pacto autobiográfico”, y
es siempre un pacto mafioso. La literatura es siempre un contubernio, al fin y
al cabo fallido, en principio entre un autor y un lector; más en principio aun
entre un autor y sí mismo (“el primer lector” le llamaba Zelarayán). El pacto
autobiográfico promueve otro contubernio que es el del autor el narrador y el
personaje. Componen, por cierto, una asociación ilícita, y por ello el pacto es
mafioso y el clan parte de un contubernio. Por otra parte el lector siempre
recibe el texto de un autor como de quien
viene: lo toma como de quien viene; lo cual es una atribución errónea. El autor de El
Quijote es siempre Menard y nunca Cervantes. Todas estas cosas se saben
pero nunca viene mal volver a recordar que A no es A.
Foto: Fabio Crisanti
(*) Esta conferencia del Lic. Manuel Di Leo fue entonada
en el pasado mes de setiembre en el cementerio El Salvador de Rosario ante
vasto y lapidario público, previniéndose de la
voluptuosidad de ser silbado que aconsejó Marinetti.
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