Ezequiel González la ubica en el ángulo
(Sobre
Teoría del suelo: Anticonferencias desde
los patios de Banfield, Malas
Palabras Buks, Bs. As., 2018)
Por Luciana Fernández
En la literatura de
Ezequiel González (el artista banfileño antes conocido como Keki) comulgan en silencioso
recogimiento varios especímenes santos del panteón de la crónica urbana
argentina, del suelto humorístico y del ensayito divulgativo y jocoserio de la
prensa de ese antaño infantil. Se cruzan en una perdida ochava Dalmiro Sáenz
con el Jorge Asís clarinero de la década setentista, y en otra Isidoro Blaisten
con aquel Alejandro Dolina de la Humor,
no sólo el de Mandeb y Jorge Allen, también ese anterior más picaresco y fugaz
que promovía un “atorrantismo” con menos pretensiones ya desde la despreocupada
Satiricón. Ezequiel de igual forma
oscila entre cierto marechalismo bonancible y un uso entre didáctico guaso y burlón
del saber a la manera de Wimpi, aquel entrañable fósil de la cultura popular de
los 50 que aún inhala en alguna que otra librería de viejo de la avenida Corrientes.
Como el susodicho, cultiva una fascinada erudición sacada de su elevado hábitat
natural. Pero el tesoro profanado entre risas no son las variedades de
divulgación de la ciencia sino la desorientada enciclopedia filosófica del
alumnado del presente. Todos estos tácitos popes del saldo y el usado están
pasados, llegado el caso, por el filtro etal de la zaranda bloguera de Fabián
Casas e hijos. En el temple chispeante y cándido asoma la lectura adolescente
de Blaisten, de quien toma en préstamo si no el género sí la denominación que
imprime a su arte: “anticonferencias”. Pero en realidad el que con astucia se
guarece tras bambalinas insuflándole maliciosamente el plus letal que González
aporta a la época presente, desparramando manchas de aceite y mamporros con
ponzoña fraternal, es aquel Roberto Arlt buenazo desfachatado y brutal del
diario El Mundo. Uno porque los
textos de Ezequiel son a medias ensayos (anticonferencias) y a medias crónicas
(aguafuertes), separadas las aguas por los dos locus amoenus que lo fuerzan a escribir: el topus uranus platónico y el barrio, la filosofía y la calle. Dos
porque si él se quedara dormido en la nostalgia tranquilizadora que solían traficar
algunos de aquellos otros maestros su obra valdría menos de la mitad de lo
bastante que valdrá. Pero ella está tomada además por una suerte de intestina hybris en forma de parresía y exabrupto
y tramada por una franqueza barbárica que le da al apabullante narrador que se
inventa la pinta de un antiguo filósofo del Cinosargo con ademanes de joven
elector peronista del ramal sur. Es un nuevo Roberto Arlt en plan de Crates de
Tebas o Bión de Borístenes, ya que lanza su dardo censor tanto a ciertos tipos
sociales que pueblan la inicua urbe cuanto a la tupida fauna de los claustros integrada
por los candidatos a arrogarse el saber profesional y el prestigio que le viene
aparejado en los bretes universitario y cultural. “En este país –se lee–, el que
tiene la vaca atada, da consejos sobre el goce, interpreta el mundo, la vida y
la compra de inmuebles.” En tal aspecto tiene otro precedente autóctono más
estricto que Arlt, que es Omar Viñole, a quien por cierto cita. Como en este
último caso, el producto de Ezequiel González debe ubicarse no solamente en la
grilla del lado B de la literatura sino en la del lado B de la filosofía. Todos
estos nombres célebres aunque en desuso paulatino no fueron puestos para decir
que el autor cuece en la marmita de su kitchenette
el avisado pastiche sazonado de guiños, porque no hace eso; sino para hacer observar
que este ejercicio estilístico y moral de espontaneísmo orquestado y sinceridad
bestial fue elaborado por un lector firme tenaz y a conciencia que sabe asimilar
sin mostrar la hilacha ni sacar a pasear prosapia con correa. Ni hace
arqueología literaria ni es un Adán campechano eyectado ex nihilo. Estos pájaros picotean
del árbol genealógico, pero revolotean y trinan por las alturas un canto nuevo
y mejor y no un hit. Los libros, las
aulas, los sabelotodo y la competencia a la derecha; por la izquierda kioscos,
remiseros, la barrita de la cuadra, la solidaridad y la picaresca. Esos son los
límites del mundo de Keki y de su
lenguaje. Y cinchando en medio la amistad y la infancia, la soledad y las
mujeres, con el marco de fondo de la ruina social de los que quedaron del lado
externo de la gran capital del imperio jamás existente. Porque las aguafuertes del siglo XXI no pueden
ser más porteñas, ya que en Palermo y Puerto Maderos –sinécdoque de CABA hoy–
no tendrían lugar. El boedismo del último fin de siècle es una mercadería de curso legal en las
librerías-boutique del tribalismo
puanero. El barbonismo cheto de vernissage
no les dará paso. Boedo se mudó al Conurbano tardoposmoderno y neoperonista. El
libro que ahora compone el inquietante catálogo de Malas Palabras Buks, una
editorial que parece trazar un surco propio indiferente a las modas
palermitanas, es una versión ampliada y alterada de uno publicado de manera más
artesanal y clandestina unos años antes por Bolivia Editora. Ezequiel nos
arroja paladas de un fango estrellado de pepitas. Tarde o temprano los uncoolhunters de los sellos editoriales
prestigiosos deberán avivarse y hacer de intercesores entre este autor y la necesaria
comparsa de lectores que lo esperan, entre los que me incluyo con fervor y
expectativa. “La
revolución en un futuro no muy lejano, será no hacer nada. No vender, no
escribir, no hacer música, no hacer radio. Sino hacer como hizo Rimbaud, tirar
unas palabras y picarselás.”
Comentarios
Publicar un comentario