Sobre El Trinche, el mejor futbolista del mundo


(El Trinche: el mejor futbolista del mundo, de Jorge Eines. Con interpretación de Claudio Garófalo y Lucas Ranzani, y libro de Jorge Eines y José Ramón Fernández)
                                                                                       Por Luciana Fernández
En El mejor futbolista del mundo el Trinche resulta un héroe moderno-posmoderno. Un héroe a lo Beckett pasado por un tamiz argentino, un simple hombre trágico, un héroe trasegado por la crudeza de lo real, y la historicidad del nihilismo, condenado, como sujeto público, a un papel cómico. Su manipulable figura obtiene así un estatuto algo más justo, que escapa al declive de la tentación costumbrista, a ese lugar demasiado a mano de la populachería sentimental mediática, o al neorrealismo documental, tendencias que han sabido apropiárselo con un alcance de miras menor, aunque con probada eficacia. El Trinche de la obra de Jorge Eines, ha consagrado la vida al fútbol para colmar el vacío que dejan el amor, dios, la mujer, el conocimiento. Es un fáustico de la deserción, un sujeto pessoano camino a Bartleby. El hombre que encuentra en la desaparición su forma personal de arrimarse al inaplicable ser auténtico que propiciaron los filósofos del siglo XX, o en la fuga su salida de la maquinaria paranoica colectiva por el sinfín del propio goce: jugar a la pelota para aplazar a la muerte, y no –como el común– para ganar plata, botineras demenciales, adeptos descabezados en multitud, o ser tapa de El Gráfico. Acá la dimensión cómico-picaresca, y libresca, del personaje, corrido del verosímil: tironeado entre el fútbol y la ópera, entre su colección de clásicos de la filosofía comprados en el quiosco de la esquina, y las demandas alienatorias de la sociedad del espectáculo. El canto lírico y la filosofía son las otras pasiones del ex futbolista en escena. Canta ópera italiana con la técnica vocal de un maestro de conservatorio y se tutea con Nietzsche Spinoza y Kant al reflexionar sobre las cosas. No sólo es algo así como la inversión perfecta del futbolista profesional corriente, que se “oculta” debajo de la camiseta de un insignificante club del ascenso, para huir de las luces de la vida pública y gambetear el miserabilismo exitista, sino también una suerte de improvisado antifilósofo de barrio periférico, o inorgánico filósofo cínico, obsesionado con Nietzsche y Spinoza, quienes parecen ser –junto con César Luis Menotti (fungiendo  como “el filósofo”, o el gran teórico, del campo futbolístico)– los otros perpetuos de su incurable rumia. Los citados tres son sus “némesis”, campeones del discurso con una obra reluciendo en las vitrinas, ante a los cuales –dribleando entre el amor y el odio, la admiración y el rechazo– el Trinche opone su acto, la certeza fáctica de su ausencia de obra. El deuteragonista es un periodista que se ha instalado en la modesta vivienda del antiguo crack para ultimar la organización de un estridente partido-homenaje y guionar en común las declaraciones mediáticas del agasajado. Este interlocutor también es un hombre tironeado: cincha entre la fascinación por el héroe genial y el servilismo social-mercantil. Se agarra de la alta cultura, por otro lado, pero para tapar sus intenciones prosaicas y su vuelo mediocre. Así cuando le cita una famosa expresión del filósofo de Sils Maria, el Trinche da vuelta la frase: “la vida sin fútbol sería un error”, retruca. En una de las escenas más enigmáticas de la pieza, mientras el periodista reza el padrenuestro de la Iglesia Maradoniana, el Trinche lo interrumpe interfiriendo en el rezo con vituperios dirigidos a Baruch Spinoza. No sólo ha cifrado su vida en hacerse imperceptible y devenir un Maradona incorpóreo, se asume también como un no-filósofo, colocándose en la vereda de enfrente de esos otros magnánimos figurones del espacio público, las grandes cabezas visibles del pensamiento universal que integran su escueta biblioteca hogareña, compuesta por 22 obras maestras de la filosofía (11 titulares, y 11 suplentes). Los hacedores de esta obra teatral han contado quizá con la ventaja de abordar el caso Carlovich –el “mito”, como se dice, de “El Trinche”–, con una considerable distancia (facilitada en principio por la distancia geográfica y seguida por el insoslayable distanciamiento entre el submundo del fútbol y el universo del campo teatral y la perspectiva altocultural), que ha beneficiado las licencias inventivas de esta “interpretación libre”. Es probable que al Carlovich verdadero –presente en la primera función–, al Trinche real, no le haya gustado del todo ver sobre el escenario a su hipóstasis dramática demasiado enemistada con el polo menottista-maradonista del orbe futbolero, aun cuando esta decisión artística haya sido bastante justiciera.  

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