Matan a un bárbaro
El bárbaro está encadenado pero
tiene la boca suelta, está obligado a contarlo todo. La multitud clama por los
detalles, el bárbaro está enceguecido por la luz que hace de él una fotografía,
un video; un villano hecho trofeo antes de que sea sacrificado en un
linchamiento; luces de celular intentan rasgarle la carne y llegar a las
tinieblas de sus pensamientos. Toda la clase media blonda transformada en
violines, en bufarrones, en violetas, en ortivas, se adjudican el derecho
humano de saber el misterio del bárbaro. Ya le hurgaron el ocote con pinzas, le
manosearon el palenque, le auscultaron la garganta en busca del alma. Nada. El
bárbaro no tiene alma, pero tiene voz. Que hable como hacen todos los
ciudadanos que pagan sus impuestos, hay que hacerlo cantar. Él mató, robó,
traicionó, estafó; tiene el alma pintada con brea; amó mucho y odió mucho. Supo
jugar y fue feliz. Pero no dejó registro y eso es imperdonable, nadie puede ser
solamente juzgado, hay que registrar, hay que postear.
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¿Dónde encontramos en la
actualidad la expresión de la barbarie? Los voceros de los medios dirán que en
todos lados, en la calle, el vecino dirá “¿vos no prendés la tele?”. Se dirá
que en el fútbol, en las calles, se respira violencia y marginalidad, que los
jóvenes están cada vez más peor. Barbarie es sinónimo de violencia. ¿Pero dónde
está el bárbaro consciente de su barbarie, militante de su barbarie como
reacción hacia un estado de empobrecimiento de la vida que puja por salir de
los límites del orden liberal? No se trata de glorificar cobardemente la
violencia de un pibe chorro desde una cómoda mirada ajena al infierno de tener
que jugarse la carne por hacer la plata; no hay romanticismo posible ante los
bárbaros que revientan por la eficacia represiva. Esa es una barbarie
inevitable consecuencia de una política pública nefasta. Entendamos la barbarie
en un sentido amplio como una encarnación de toda manifestación cultural,
política, existencial negada por el liberalismo.
El bárbaro es el Mal porque es el
que da el salto que traspasa los límites que resguardan la propiedad, dice la
palabra prohibida en la época, desea lo que no le pertenece y lo saquea. La
propiedad debe ser entendida como los medios de producción, los bienes
materiales de los ciudadanos, la ley de los ciudadanos, el canon literario, el
contra-canon literario, el esnobismo y el conservadurismo intelectual, las
cámaras de seguridad, las leyes conyugales, los límites de la vida doméstica,
el consumismo cínico de los posmodernos, el consumo responsable de los yuppies
ecologistas. Uno se barbariza ante el tedio, hay humus bárbaro en todo lo que
excede el consenso liberal; no hay esencia bárbara, hay posesiones. Asumimos el
pelaje bárbaro cada vez que afirmamos una voluntad excesiva y angustiante,
absolutamente nuestra.
Carlos Correas define la condena
liberal hacía las tendencias bárbaras, extremistas, en términos de reformismo:
<<…esto es, enaltecer las instituciones republicanas y no destruirlas,
sino depurarlas. Una pequeña y mediana burguesía que es progresista y
racionalista: confía en las virtudes del diálogo, hace del trabajo un honor y
pone el orgullo en las reivindicaciones profesionales. Muchos son
universitarios que anhelan “funcionar honestamente en el mercado cultural”.
Pequeños y medianos burgueses que creen y quieren creer en el compañerismo
entre amigos y en el compañerismo conyugal; y bregan por la “solidaridad
social” y por la vida consensuada. Están contra los excesos “vengan de donde
vinieren” y sean voluntaristas o intelectualistas, y contra los extremos (…) No
tienen sentido del Mal, y cantan a la salubridad en ética y en economía (…)
Este canon y este pensamiento, blandos y amorfos, enmudecieron en las épocas
criminales y cuando recuperaron el habla su decir nos ha resultado torcido e
inútil.>> Correas en esta definición deja en el aire lo que podría ser
una definición, como contrapunto con la actitud reformista, de una izquierda
del Mal, que sume a sus filas a los desechables, los inútiles, los salvajes,
los anormales.
El bárbaro también hace
literatura. Una literatura ajena a la pose posmoderna que siempre es irónica
desde la inofensiva y tolerante cultura liberal. Están los supuestos reventados
de la clase media, que agitan un exceso que no se distingue del tono pop de una
publicidad de vinos espumantes. Están los solemnes de rubio corazón, que hacen
de la literatura un ejercicio de crítica sociológica. Están los vanguardistas
de pirotecnias inocentes que hacen novelas donde los cepillos de dientes
filosofan y todo es divertido como un cuento de hadas. Pero no está la novela
con tono a borrachera tenebrosa de Zelarayán, su apología a la actitud
desencajada en la literatura, en una fiesta, en la vida. ¿Cuál es el Oriente de
Rimbaud hoy? ¿Bolivia es, el Conurbano, Venezuela, dónde?
Entendemos que el ejercicio de la
escritura es una pérdida, un sigiloso trabajo donde la experiencia, la acción,
queda en suspenso para poder producir; aun en condiciones de cansancio físico,
excitación, experimentación sensorial de lo narrado, la escritura es un
ejercicio apolíneo, es pobre frente a las experiencias vitales que se agotan en
el instante. Se necesita de un reposo para escribir, así se abran canales por
donde fluyen tempestades de bosta y guasca, de holocaustos saturnales, se necesita
sentar el culo y concentrarse. El monigote romántico se ahorcó desde su nube
púrpura, los faquires de las letras han subastado sus dones y ya no se
iluminan, solo queda el oficio obstinado y rudo del escritor como albañil
negreado, como puta inmigrante de Once, el escritor que se barbariza antes de
peinarse el bigote de la civilidad. Ante los giles el silencio o el combate.
Para distinguir el gesto bárbaro
de la pose blandengue hay que crear alarma perfecta para detectar los giles,
cosa no muy difícil, ¿usted tomaría un asado con el intelectual que tiene
enfrente? Debemos inventar un artefacto donde cada palabra violenta proferida
incluya un veneno letal, o un dardo, una eyaculación ácida, y así solo se hable
cuando se acepte correr riesgos. Y después queda lo más importante, lo que no
se manosea ni se ensucia con palabras, lo que no se negocia: el estilo. El
estilo bárbaro es de lo que no se habla en este escrito y debe profesarse con
la fe de un cruzado, volver al estilo, volver al pulso poético frente al sueño
diabético de la prosa periodística actual.
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Y este bárbaro encadenado, no
cantará, no dirá nada. Y el verdugo brutal, le dirá: contá puto, contá tu
historia. Y él nada. Y los posmodernos le dirán: no vi tú posteo hoy, contá; y
él nada. Silencio. El tendal de fiambres se expandirá en su cerebro perfumado
de maldad, pero sin embargo, a los giles, no dirá nada. Él no va a cantar. En
la comilona definitiva ya habló las palabras que le salieron, solo para los
cómplices del mal, solo para los amantes. Ya puede morir ahogado en carcajadas.
Foto: Fabio Crisanti
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