Dos finitos
Sobre
El último cíber (*) y Estoy tranquilo (**) de Javier Fernández Paupy
Por
Agustín Caldaroni
Estos textos de Javier Fernández Paupy
salieron del mismo charco, dos libros finitos para ser leídos juntos. El último cíber reúne poemas en prosa, Estoy tranquilo, narraciones cercanas a
la crónica y al diario íntimo, con un lenguaje de registro poético. El primer
libro es un peregrinaje desolado por la vida de ciudad, un cuadro de costumbres
de nuestra época. Hay una corriente que traza el ritmo de todo el libro, una voz
hace un recuento de experiencias íntimas pero que no se cierra en lo autorreferencial,
describir el carácter y las maneras de amigos y enemigos, son formas de
recomponer la propia historia y de pensar a una generación. La ciudad, tóxica y
decadente, es el territorio donde la voz vertiginosa se pierde buscando algo
que no esté viciado por la civilización: "Las personas parecen una moda
congelada" ("Madrugada"). Este
libro, en sus momentos más agrios, intenta responder a la pregunta: ¿cuáles son
las formas que representan el tedio en nuestra época? Pero el autor no se hace
ilusiones con un pasado épico, el esnobismo y la estupidez intelectual fueron
parte de cualquier época. Esto queda claro en el poema titulado "C", el único desencajado temporalmente
del resto: un artista se pasea por banquetes insípidos entre California y París, donde la crema intelectual cotorrea, hace payasadas y se emborracha. En
el poema "Pobrezas", leemos:
"Porque el arte es una habitación vacía donde algunos pretenciosos cuelgan
cuadros". Los agentes del tedio retratados en estos poemas son los
artistas que están cómodos con el estilo del momento, "Gentuza y frases
huecas; un tono que no se burla de nadie".
Estoy tranquilo, al igual que El último cíber, describe experiencias por
sucuchos de ciudad: viajes en colectivo, internaciones en psiquiátricos, clases
en escuelas públicas del conurbano. Pero hay mucho más que eso en estos dos
libros, porque estos territorios no significan nada; la narrativa y la poesía contemporánea
–tanto la de linaje poéticamente objetivista, como la crónica realista en el
caso de la prosa–, buena o mala, comparten espacios urbanos similares. Escenas
de miserabilismo son frecuentes en la literatura actual, exageremos un cliché como ejemplo: un pibe en un departamento mirá una película de clase B, acaricia
un perro flaco y fuma cigarrillos baratos, en una mesa se pudren restos de
comida chatarra. Reflexiona con lucidez sobre la funesta coyuntura política,
sobre su generación y sus propias derrotas personales; pero no actúa, no puede
actuar. Este cuadro genera abulia, cinismo, flacidez; pero la prosa urbana
puede derivar en otras posibilidades: Fernández
Paupy toma otros rumbos más potentes y originales. Estoy tranquilo supera la modorra de los personajes neutros
enclaustrados en departamentos apestados de cinismo y complacencia llorona (hay tristezas estúpidas, como se lee en
uno de los relatos) o de la novelita doméstica de amor y redes sociales; hay en
estos relatos una búsqueda vital que se da en la intemperie, es decir, hay
conflictos. Los protagonistas de estas historias padecen los efectos de la
civilización: perros perdidos por dueños entre ingenuos y estúpidos, un gaucho
y un indio indiferentes a las campañas del ejército, un pibe recluido en un
psiquiátrico transita la pesadilla de las instituciones de salud mental, un
profesor y sus alumnos que padecen la autoridad con la misma rabia fría. Pero
estos relatos no tienen la intención ni el tono de la denuncia explícita, se
trata de experiencias íntimas, y aunque la realidad se vuelva lúgubre, una
calma estoica parece guiar a los personajes y el estilo sobrio de las
narraciones.
Los descartes del progreso, la miseria de la
ciudad, puede tomar muchas formas, una villa miseria o un ciruja muerto de frío,
son la postal más pornográfica y evidente. Pero hay otras: un bar vacío con
olor a lavandina y milanesa en una estación de colectivos de madrugada,
borrachos abrazados como amantes cantando en un tren asustando a los pasajeros,
electrodomésticos obsoletos apilados al pie de un árbol. Fernández Paupy traza
su propio inventario de descartes como material poético. Objetos, personajes y
lugares de los márgenes que portan un encanto discordante con la belleza
civilizada, como los perros perdidos que abren el libro Estoy tranquilo, que de tan cualunques se vuelven exóticos. En el
relato "Cuero con pelo" se cuenta la
historia de Cedrón, un gaucho, y un indio ranquel en el contexto de la guerra
del estado contra los indios, los dos dados a la vagancia, comparten caña y
charlas lacónicas donde se percibe una solidaridad en la derrota. En una
conversación entre ellos leemos:
"–La
regla de esta tierras es desorden –dijo el indio– y van a pagar por querer
orden."
La ética de estos descartados es la
indiferencia lumpen ante el progreso, no se ilusionan, no se asimilan al nuevo
orden político. En otro relato, "Escuelas", encontramos la misma lógica desencantada: el rechazo a la ley, más
concretamente, a las instituciones. Un profesor y sus alumnos en una escuela
del conurbano padecen el encierro en el aula como si se tratase de una cárcel,
los alumnos son como convictos monstruosos y el profesor un celador escéptico
de su propia autoridad. Los pibes blasfeman, se afean, se vuelven cínicos
cuando tienen que hablar de sí mismos, sin embargo la jerga callejera de los
personajes y sus confesiones generan empatía, son quejas sinceras,
desesperadas. En "Una internación" la
atmósfera agobiante se genera en un psiquiátrico. El protagonista fue ingresado
por sus padres, vemos el deterioro psíquico que soporta día a día con el ritmo
lento, pastoso, del antidepresivo. En este relato también emergen lazos de
intimidad entre los vencidos. Los internos apenas se comunican, pero la
complicidad surge de pequeños gestos físicos, de compartir paranoias y risas.
Si barajamos la prosa poética de Él último cíber con los relatos de Estoy tranquilo se acercan a la
literatura beatnik (un beatnik porteño), la amistad con la ciudad de fondo ("Mi amigo"), los oficios terrestres ("Toda esa gente"), los amores rotos, la
juventud salvaje. Marca un diagnóstico generacional (por lo tanto político) y
la descripción de una cultura subterránea de ciudad. Son dos libros contra los
aguafiestas, las poses intelectuales, la autoridad –de hoy y de siempre–,
porque la problemática que plantea excede nuestra coyuntura política y esto
queda claro: "los gobiernos pasan, la policía queda", nos dice.
(*) Javier Fernández Paupy, Ediciones del trinche, 2018.
(**) Javier Fernández Paupy, Mansalva, 2018.
Ilustración: Nacho Gump
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