Anzoátegui hoy, la fascinación posmoderna por la incorrección política
Sobre
Vida de un payaso muerto (Elogio de
Ignacio B. Anzoátegui) (*)
Por
Agustín Caldaroni
La derecha volvió a gobernar latinoamérica, los gobiernos populares fueron desplazados por una casta de cruzados que se erigieron como lo nuevo, el cambio, o, según las definiciones de nuestros politólogos y periodistas, con más oportunismo que capacidad crítica, se trata de una "nueva derecha" o "derecha democrática". Supuestos administradores eficientes de lo público, tolerantes, progresistas en materia cultural. Lo cierto es que en Argentina la derecha que gobierna, obviamente con las transformaciones que exija la coyuntura y más allá del maquillaje de los analistas, es la misma de siempre: en el plano económico liberal y en el cultural conservadora. Los beneficiarios del sector agroexportador, mediático, bancario y financiero, tienen la bancada discursiva de periodistas, analistas políticos, católicos antiabortistas, pastores con retórica heredada del marketing, neurocientíficos, en fin: una rancia cazuela posmoderna.
El protagonista de Vida de un payaso muerto, era un militante conservador, falangista,
un católico que cuando le preguntaban si era nazi respondía: "Sí, soy
nazi, en el peor sentido de la palabra". La derecha que ensalzaba Ignacio
B. Anzoátegui resulta hoy extemporánea. Forzando una continuación de su ideal
en la actualidad lo podríamos encontrar en los panfletos ridículos de la
revista Cabildo o en personajes
decadentes a lo Biondini, el odio que sentía Anzoátegui por el liberalismo era
tal que hoy no tendría lugar, caería en una trinchera marginal. No es que en
nuestra época la incorrección política, las expresiones de odio de la
ultraderecha no tengan espacio, por el contrario, son ensalzadas por el establishment
mediático y cultural. Podemos encontrar personajes con discursos xenófobos,
apologistas neoliberales, pululando en las redes y en la televisión vendidos
como extravagantes o transgresores, se trata de imponer una moda con impronta
juvenil en discursos reaccionarios que hasta hace pocos años solo podían salir
de la boca de un taxista antipiquetero. También ciertos sectores intelectuales
que no se reconocerían como conservadores, fagocitan un odio al progresismo en el
que ellos mismos se formaron. Es entendible aburrirse con el progresismo de los
buenos, de los lacrimosos, pero en vez de correrlo por izquierda, en vez de
radicalizarse, estos intelectuales terminan por descansar en la comodidad para
terminar por reivindicar el cinismo de ciertos personajes mediáticos como un
valor, como es el caso de los que reconocen virtudes para analizar la política
a operadores como Jorge Asís o Carlos Pagni, dos figurones de la conspiración
en lobbys de hotel, chimenteros de embajada. Anzoátegui no puede correr esa
suerte, no tiene onda, si hoy viviera sería combatido por todos los frentes o
relegado por vetusto. No fue un snob con capacidad para aggiornarse, lo
repetimos: el enemigo principal de Anzoátegui era el liberalismo (desde ya
también toda tendencia de izquierda y cualquier representación política democrática),
no claudicó en ese combate. Hoy se puede levantar cualquier bandera, se permite
la blasfemia más inmunda, cagar contra cualquier héroe, pero siempre y cuando
no se critique el sentido común del liberalismo, ese el límite.
El autor de este libro anota que los
lectores son leninistas, se preguntan "¿qué hacer?" con sus lecturas,
concordamos: la lectura de un ensayo crítico, tiene que tener alguna utilidad
política, entonces, ¿por qué podría interesarnos la figura de Anzoátegui hoy?
Si el libro de Luciano García solo se atuviera a narrar las expresiones políticas
de un nazi, si se regodeara en lo repugnante de su pensamiento como quien se fascina
ante un monstruo de feria, no valdría la pena leerlo. Este libro es un ensayo
filosófico que contextualiza, no reivindica a su biografiado ni condena cómodamente,
es además el estudio de un estilo, porque Anzoátegui era un escritor original y
eso es lo que importa.
En
general la bibliografía que podemos encontrar hasta ahora sobre Anzoátegui es
poca y cumple ese papel lamentable de querer destacarlo como un
"maldito", un "francotirador", "chico terrible" y
todos esos adjetivos muertos de la jerga periodística. Como ejemplo de esto nos
puede servir la crítica de Juan José Becerra, y acá discrepamos con el autor
quien trata el texto de Becerra con indulgencia, y la de Christian Ferrer.
Becerra, además de juntar anécdotas de color sobre su biografiado, escribe que
el catolicismo de Anzoátegui era un "ataque punk" contra el
progresismo de su época, y repite que alguna vez ser católico significó
"lo nuevo", entendemos que es una frase que solo intenta sonar bien,
pero en ese tono se erigen los estudios sobre Anzoátegui, y sobre cualquier
fascista que tuvo una obra literaria interesante, querer volver pop a la
derecha, tolerable. No actuó como punk, porque no tuvo ni lo mejor ni lo peor
del punk. Primero: no fue un mediático, no tuvo frescura juvenil como material
para volverse moda. Segundo: la idea punk de destruir para crear, de reaccionar
contra lo viejo, lo serio, lo grave, nada tiene que ver con las batallas que
llevaba Anzoátegui, su trinchera estaba custodiada por soldados papales del
medioevo. Es cierto, se reía y puteaba como un hereje, pero no lo era,
funcionaba más como guardaespaldas de Dios, un reaccionario frente a lo moderno
dotado de potentes recursos verbales para desplegar su odio contra sus
enemigos. Christian Ferrer, quien se encargó de la introducción a Vida de muertos editado por la
Biblioteca Nacional y de una semblanza biográfica en su libro Camafeos, ejemplifica una tendencia de
algunos escritores, que se ubican en una izquierda heterodoxa o por lo menos se
muestran críticos con el capitalismo, pero se maravillan con las supuestas
transgresiones de la derecha, la incorrección política se vuelve fetiche. Ferrer
se espanta por los excesos de la guerrilla de los setenta, pero encuentra más
interesante a Raúl Barón Biza o al mismo Anzoátegui, más que una crítica
estética sobre estos autores se propone un recuento de extravagancias de los
mismos para hacer una crítica de indignado moral por un lado, pero
colateralmente funciona como un rescatador de excéntricos olvidados por nuestra
historiografía. Los intelectuales como Ferrer operan como los sociólogos
progresistas que son ultra críticos con el populismo y la izquierda pero que
encuentran atractivos, dignos de interés, a los políticos de la derecha más burda
por supuestas capacidades para leer la época y las demandas sociales. Digamos
que hasta Vida de un payaso muerto no
se había publicado un estudio digno sobre Anzoátegui.
Luciano García repasa vida y obra sin
chantajes efectistas, toma posición, desmitifica, además este ensayo despliega
una forma, una expresión literaria, cercana a la de su biografiado, pero
limpiándola del óxido chupacirio, modernizándola. El catolicismo de Anzoátegui
es leído a la luz de clásicos como Gilbert K. Chesterton y contemporáneos como Slavoj
Zizek. Es un libro que excede la biografía, porque lo que persigue es captar el
estilo de Anzoátegui, su poética, además de trazar un retrato del nacionalismo
antiliberal argentino.
El catolicismo según Anzoátegui
Si hoy un autor, digamos joven, se define
como católico y no va a misa sabemos que no es un católico, es un hipócrita en
pose. Anzoátegui tuvo la consecuencia de vivir como católico.
Nació en La Plata en 1905, fue abogado,
escribano y doctor en jurisprudencia, ocupó cargos públicos, dictó conferencias
falangistas en España. Hombre de familia, se casó con Josefina Padilla y tuvo
once hijos, era un escritor católico y vivía como católico. Dicho esto, hay que
aclarar que para Anzoátegui el catolicismo no significaba lo mismo que para un
tipo serio y mojigato como Hugo Wast, o para los señoritos enfermizos de la
Liga Patriótica, significaba una religión jodona, no triste, era un estilo de
vida ligado a la aventura, la exaltación del vino, la amistad, las amantes y,
obviamente, también la familia, las castas, el rango, el apoyo a las dictaduras
de los gobiernos militares. Escribe García que para Anzoátegui "El
catolicismo no sólo no es un partido por la idiotez sino que es el único
libertinaje viable a largo plazo", o como plantea Zizek en su obra El títere y el enano, citado por el
autor: "¿Quiere usted gozar del sueño pagano de una vida de placer sin
pagar el precio de la tristeza melancólica? ¡Elija el cristianismo!". García
define el catolicismo del autor como dionisíaco, "el poeta que no bebe es
un repugnante infiltrado" sentenciaba Anzoátegui. Ser católico, en cuanto
a estilo de vida licencioso, es estar en las antípodas de los "santones
liberales" y los "trémulos protestantes", el abstencionismo era
un blanco constante en sus páginas y Dios lo apadrinaba en su apología:
"Dios prefiere el ballet a la gimnasia sueca y el juglar al abstemio".
En su defensa del catolicismo poco vamos a
encontrar de moralina y bajadas de línea; no evangeliza apelando al sacrificio
de Cristo, ni a lecturas solemnes de pasajes bíblicos, sus reivindicaciones religiosas
son más hedonistas de lo que él aceptaría, significan además una forma de
vitalismo: ser un católico consecuente es disfrutar, en un mundo desacralizado
y utilitarista, de un estilo de vida con épica medieval. Las vías de la santidad
y del pecado son los únicos caminos dignos a seguir, en el medio están los
vomitados por Dios: los laicos, los abstemios, los fariseos, el hombre
civilizado moderno. El hombre moderno, al no creer en Dios, no peca, solo
comete infracciones; sus "pecados" no tienen importancia. No es Don
Juan que desafía al Comendador con cada conquista erótica porque efectivamente
cree en el infierno y la condena del alma y está dispuesto a pagar el precio de
sus conquistas heroicas, no cede en reivindicar la soberanía de su deseo.
García rastrea las conexiones entre la erótica anzoateguiana con las de Jacques
Lacan o Slavoj Zizek –se podría agregar a Georges Bataille en la lista–, estos
autores captaron la perversión del cristianismo, su potencial erótico. Zizek,
reivindica la dimensión colectiva en la idea de salvación cristiana, Lacan y
Bataille, con sus diferencias, exponen la dialéctica entre la Ley y el deseo (el
deseo como transgresión) para lograr una condición erótica. Anzoátegui
detestaba el psicoanálisis, pero tenía muy claro que para sentir realmente el
vértigo del pecado era mejor ser creyente que ateo, en su obra Tres ensayos españoles hace una apología
de los héroes medievales: poetas, juglares, caballeros, bandoleros, pistoleros,
amantes nocturnos de doncellas; todos estos personajes que viven en una España
rancia y gloriosa que los cobija para la aventura, sirven como modelo para
detestar al hombre moderno, que es la encarnación del espíritu del cálculo y la
moderación: "el hombre tranquilo es la negación del hombre", dirá en
su ensayo, y agrega en la misma obra diferenciando al hombre medioeval y al
moderno: "El hombre medioeval sentía el olor del pecado; el hombre moderno
se empeña en ponerle al pecado olor a desinfectante; el hombre medioeval hacía
penitencia después de pecar; el hombre moderno toma precauciones antes de
pecar. El hombre medioeval corría el riesgo de la inmundicia; el hombre moderno
se procura un seguro de higiene". Dios y el Diablo se disputan el alma del
hombre (y digo hombre en genérico porque así lo entiende Anzoátegui, la mujer
era un mero instrumento de adoración o vicio, como una botella de vino o un
cigarrillo) tentándolo en una orgía de placeres sagrados o profanos hasta su
muerte, pero eso sí, para acceder a esa fiesta hay que creer en la mitología
cristiana y despreciar la civilidad, vivir en estado de guerra y aventura.
Del parnaso católico se emparenta con Jules
Amédée Barbey d'Aurevilly, León Bloy y Gilbert K. Chesterton. En Barbey
d'Aurevilly, principalmente el de Las
diabólicas y Un cura casado,
encontramos el mismo gusto anzoateguiano por la herejía como una forma de ascensión
religiosa, el catolicismo como una forma de vida ligada al rango, al estilo
caballeresco y la superioridad estética frente a la vulgaridad burguesa. Con
Bloy comparte el patoterismo verbal, la creación del insulto poético, pero
difieren en imaginería; Bloy es goyesco, más cristiano que católico en su
concepción del sacrificio y el despojo material como un valor, un paseador de
catacumbas y leprosarios, mientras que Anzoátegui creía en la salud, el
atletismo, un dandy tostado por el sol mediterráneo, un tenista de club privado
que desconfiaba de los feos y los pobres. Chesterton difiere en estilo, es más
fino y tiene más profundidad como filósofo que nuestro autor, pero comparten la
crítica a la filosofía materialista y el liberalismo. En su ensayo Ortodoxia Chesterton coincide en varios
puntos con Anzoátegui. Generalmente la ortodoxia política o religiosa, desde el
punto de vista de un librepensador moderno (o posmoderno) o también desde el
sentido común de la democracia actual, puede sonar a una forma estrecha de
analizar la realidad, un visión reaccionaria y limitada, seguramente ganada por
la pasión más que por un razonamiento crítico; desconfiamos de un ortodoxo como
de un fanático, portan la sospecha de ser anticuados, mojigatos, como si se les
escapara un aire más puro, más fresco y alto, que desde sus fosas de verdades
antiguas no pueden alcanzar. Chesterton dedica su mejor ensayo a refutar esta
idea, demuestra cómo llevando una vida ortodoxa se puede vivir en estado de
aventura, con una visión poética de la realidad, casi alucinada, pero sin
perder compromiso con los fenómenos políticos de la época (Tanto Chesterton como
Anzoátegui tuvieron una militancia política, aunque en veredas opuestas.). Y la
verdad que Chesterton defiende violentamente es cristiana –posteriormente de
corte católica–, una verdad que no limita posibilidades, al contrario: es una
verdad que al ortodoxo se le presenta como contradictoria, paradójica, con
matices y misterios. Chesterton hace una defensa de la ortodoxia muy similar a
la que Anzoátegui sostiene en toda su obra. El creyente es tironeado por dos
fuerzas antagónicas, está en lucha constante, en palabras de Chesterton:
"El paganismo declaró que la virtud radicaba en el equilibrio; el
cristianismo afirmó que se basaba en el conflicto, en la colisión de dos
pasiones aparentemente opuestas". El heroísmo cristiano consta en asumir
esa contradicción como una apuesta en la aventura vital, dudar de la propia
fortaleza para aguantar adversidades, el cuestionamiento mismo de Dios, es una
constante en las gestas del héroe cristiano, avanza con un pie en la virtud y
el otro en el pecado. Dice Anzoátegui sobre el caballero español medieval, su
modelo de valentía: "El trabajo de Dios consiste en inventar, para
salvarle, una tentación más fuerte que la intentada por el Demonio para
perderle. El español vive de tentación en tentación y de aventura en aventura,
haciendo bandolerismo de su vida, para terminar en el bandolerismo de la muerte."
Tanto Chesterton como Anzoátegui, creen que una vida donde no se arriesga el
cuerpo por las ideas está empobrecida; una existencia con olor a muerte, es
bella, y solo se alcanza con un estilo ortodoxo.
Coherencia y pose. Lecciones para
la actualidad
¿Era Anzoátegui un polemista
consecuente? Nuestro
autor pedía coherencia a sus adversarios, juzgaba como un fariseo a sus pares,
leyéndolo se tiene la impresión de estar frente a un matón presto a pararse de
manos sin pensarlo. Veamos: Arturo Jauretche, guapo picante de facón y
revólver, recordó que Anzoátegui y un grupo de fascistas los atacaron a los
tiros, Homero Manzi tiempo después le cuestionó que en su Vidas de muertos, obra donde se dedica a retratar con crueldad y
sorna a próceres políticos y escritores célebres, se olvidó oportunamente de
verduguear a Bartolomé Mitre, el pope liberal que más merecía un ataque de
parte de un nacionalista, o sea, lo trató de especulador, de falso justiciero.
Anzoátegui respondió que no lo retrató porque no se le dio la gana y porque al
escribir en el diario La Nación le parecía una descortesía
salirle después a su fundador con una injuria rastrera. En el libro de García
hay un capítulo dedicado a probar cuánto había de pose y cuánto de aguante
genuino en las actitudes de Anzoátegui. Tuvo un accionar ambiguo. Por un lado,
hacía un culto al coraje, decía que un crítico tenía que tener espíritu de mártir
y "grandes puños" para defenderse de los que quisieran convertirlo en
mártir, "Un crítico que no se siente capaz de arriesgarse a que le peguen
debe limitarse a ejercer la crítica en la intimidad de su familia, donde se
puede llamar brutos a los ausentes sin responsabilidad alguna". Pero a su
vez, según los testimonios de García, también se reía de los duelistas, sabía
direccionar bien sus críticas y según algunos testimonios, como los de Borges y
Bioy Casares, en persona era muy cortés. El autor de este ensayo lo define así:
"Más que un francotirador era un recalcitrante al que podemos imaginar desternillándose de risa en su escritorio, mientras ve cómo los camelots de la
banda juvenil patriótica se entretienen rompiendo cráneos plebeyos, o del que
un día podríamos esperar que, amenazado, salga con su pistola..."
Anzoátegui tenía algo de bufón que no le permitía tomarse seriamente la
solemnidad de los duelistas, esa delicadeza de vulnerarse ante un insulto y
tener que llamar a gritos a los padrinos, para que la tribuna confirme el
coraje del ofendido; la trompada barrabrava que hace saltar la mesa de un
bodegón era una plebeyada para un aristócrata como él. Lo repetimos: tuvo un
accionar ambiguo, sabemos que fue retado a duelo y que se enredó en alguna
trifulca política que terminó a los tiros, pero tampoco fue un bandolero como
esos que él idolatraba, ni un bárbaro, ni un tirabombas como muchos
nacionalistas de su época. Pero en ese contexto, la agresividad con la que se
expresaba en sus escritos significaba correr un riesgo.
La obra de Ignacio B. Anzoátegui y el
análisis crítico y minucioso de este libro pueden dejarnos varias lecciones a
los que estamos en trincheras políticas opuestas a las del biografiado, digámoslo
claramente: a la izquierda de cualquier linaje. La primera es que la tendencia
política, la postura estética o el sistema filosófico que elegimos, debe
demostrar en el campo de las ideas que es superior a los demás, pero tampoco
alcanza con esto. El catolicismo que defendía Anzoátegui se suponía moralmente
superior, pero también estéticamente más original, además, se empecinó en
demostrar que vivir como católico era más intenso y bello. Su doctrina era
bancada por determinadas prácticas que le daban autenticidad. Esa es una buena
forma de espantar giles, quien no tiene una verdad que defender a las trompadas
no es un adversario digno, y eso sirve sobre todo para impugnar a los
intelectuales que supuestamente comparten la misma trinchera política que uno:
los profesionales del pensamiento, los analistas, los comentaristas, los
académicos asépticos. Quien no defina claramente en qué trinchera está ubicado
(estética, filosófica, política), no tiene la calidad ni de amigo, ni de
enemigo, es una voz que hay que ignorar.
Uno de los primeros críticos en notar la
potencia de la escritura nacionalista (de izquierda y de derecha) argentina fue
Juan José Hernández Arregui, en La
formación de la conciencia nacional. Las primeras cuatro décadas del siglo
XX dieron una prosa ensayística que hoy resulta extraña y seductora –a veces
cómica–, donde la fisonomía defectuosa, los vicios, las debilidades del
adversario político eran una fuente de insultos válida para la disputa. Así
Ramón Doll decía por ejemplo de Anibal Ponce: "...ese pobre hombre (...)
calva de siete reflejos, lentes bicicleta, aire auténticamente asnal- era un
excelente, un hasta naturalmente maquillado candidato para médico partero de
parroquia..." y Anzoátegui en esta línea anotaba que Sarmiento tenía “cara
de vieja" y "jeta de mulato". En ese contexto la derecha no
tenía complejos en admitirse como derecha y la izquierda sabía putear alto y
tratar al enemigo sin respeto; no era una izquierda de buenos, ni de santos.
Hoy la incorrección política que seduce a ciertos intelectuales y la admitida
por los medios provienen de la ultraderecha, pero esto no tiene que importarnos,
la transgresión auténtica no se hace a conciencia, no tienen tribuna que la aplauda,
ni abuelas horrorizadas que se sonrojen. Por eso Hebe de Bonafini es más
transgresora que Pergolini o Lanata, porque ataca afuera del consenso moral de
la época. En conclusión, tenemos que aprender a putear mejor, a ignorar a
tibios, ser peligrosos y saber robarle a la derecha antiliberal (de los
Anzoátegui, los Doll, los Lugones) el estilo, la forma, y no admirarla por
extravagancias.
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